JUAN MARSÉ. Últimas tardes con Teresa. RBA. 256 páginas.
Existen libros capaces de crear su propia mitología. Es el caso de Últimas tardes con Teresa, obra mayor de uno de los más grandes escritores nacidos en Barcelona, Juan Marsé, creador de un personaje que condensó los anhelos, los obstáculos y las contradicciones de todos los jóvenes inmigrantes que llegaron desde distintos puntos de España a la Barcelona de los años 50: Manolo Reyes, El Pijoaparte, posee el valor de lo simbólico, y su creador, la perspicacia de captar una realidad que, si se la mira con el necesario distanciamiento, no ha cambiado tanto desde que el libro fue publicado, allá por 1965.
Escrita cuando Marsé bordeaba la treintena, la novela refleja a un escritor que, sin haber dejado atrás la pasión propia de la juventud, asombra por un dominio del lenguaje y una capacidad para vertebrar la narración propias de un escritor de mucha más edad. Podría decirse, y este es un atributo que de forma inevitable a los narradores cuyo talento está por encima de la media, que Marsé nació sabiendo. Mucha experiencia de la vida, un profundo conocimiento de su ciudad y un arte magistral a la hora de mezclar el lenguaje culto con el arrabalero cimentan una historia que, en esencia, es la de la práctica totalidad de los charnegos de Barcelona: la del braguetazo imposible de consumar. Llegado desde Andalucía, instalado en las laderas del monte Carmelo, lugar en el que dio sus primeros pasos quien esto escribe, y viviendo a salto de mata a base de trapichear con motos robadas, Manolo se deja caer a menudo por los barrios ricos de la ciudad con la secreta esperanza de ganarse los favores de alguna moza catalana de buena familia. Una noche, verbena de San Juan por más señas, El Pijoaparte se cuela en una casa de la alta burguesía barcelonesa, en la que se celebra una fiesta de niños bien, y antes de ser expulsado del lugar, consigue ganarse los favores de una bonita joven. Con la perseverancia propia de quienes no tienen colchón social que amortigüe su caída, Manolo consigue colarse entre las sábanas de la muchacha. ¿Prueba conseguida? No exactamente. La chica resulta ser Maruja, la criada (también andaluza) de la familia Serrat, cuya bella hija, Teresa, una universitaria con veleidades izquierdistas, no tarda en cautivar al charnego. No en vano, todas sus aspiraciones de ascenso social, todo su sueño barcelonés. cobran forma humana en esa joven rubia. Y una forma que, por si fuera poco, es muy apetecible sexualmente. Un grave accidente de Maruja provoca el encuentro entre Manolo y Teresa, alrededor del cual gira toda la novela. También este personaje es el símbolo de algo que existe, vaya si existe: en la Barcelona en la que los únicos pobres que se ven son los que van a servir, no escasean las muchachas que, hartas del pijerío y la blandorra insustancialidad de los chicos de su clase, buscan la aventura (y un buen meneo, todo sea dicho) en los brazos de algún charnego surgido de uno de esos lugares que ellas sólo conocen de oídas y en los que la testosterona es fundamental para la supervivencia. Con todo, Marsé es demasiado inteligente para permitirse ingenuidades, y toda la novela destila ironía, cuando no pura mala leche, muy visible cuando se describe el círculo de amistades de Teresa Serrat, los pijoprogres del tardofranquismo. Al final, la tesis de la novela se verbaliza, intervención de las fuerzas del orden mediante: ¿qué te creías, Manolo, que generaciones de barceloneses privilegiados iban a izar los puentes levadizos de sus altas murallas, construidas con notable esfuerzo ajeno, para que tú te encamases con la Sagrada Pubilla? Olvídate: en esos catres sólo puede entrar un tipo de pobre: el que ha dejado de serlo y puede suplir con billetes su falta de pedigrí.
Últimas tardes con Teresa, que se divide en 23 breves capítulos, es, en mi opinión, la gran novela de la Barcelona de la posguerra, y una de las mejores que se han escrito sobre la ciudad en toda la historia. Uno, que tiene alma de Pijoaparte, la guarda en el rincón de sus libros favoritos. La leí con entusiasmo al poco de salir de la Universidad; la releo ahora, y me sigue pareciendo magnífica. Además, la obra no ha perdido un ápice de vigencia: aquella Barcelona y la de hoy varían en las formas, pero su fondo permanece casi inmutable. Mandan los mismos, adaptados a los vaivenes políticos (sociales, en esta ciudad, han habido muy pocos desde que los anarquistas se instalaron en la irrelevancia) de cada época, y los Pijoapartes, que como mucho han llegado a ser clase media, siguen sin profanar el templo de las Teresas de hoy en día.