MICHEL ONFRAY. Tratado de ateología (Traité d´athéologie). Anagrama. 256 páginas. Traducción de Luz Freire.
No todos los días se tiene la ocasión de comentar un hito de la filosofía del siglo XXI. Michel Onfray, autor cuyas ideas siempre hay que escuchar, alcanzó una verdadera cima con Tratado de ateología, libro que que recoge el testigo de El anticristo, de Nietzsche (la influencia del pensador alemán está presente en todo el texto, que, de hecho, se inicia con una cita de otra obra indispensable, Ecce homo), y lleva ese legado hasta el confuso y desquiciado mundo en el que nos ha tocado vivir. Por desgracia, esa cita que inicia el libro (“El concepto de «Dios» fue inventado como antítesis de la vida: concentra en sí, en espantosa unidad, todo lo nocivo, venenoso y difamador, todo el odio contra la vida. El concepto de «más allá», de «mundo verdadero», fue inventado con el fin de desvalorizar el único mundo que existe, para no dejar a nuestra realidad terrenal ninguna meta, ninguna razón, ningún quehacer”) sigue sin acceder el titulo que merece: el de verdad indiscutible. Ya desde el prólogo, Onfray continúa esa línea de pensamiento y pone sus cartas sobre la mesa: “No desprecio a los creyentes, no me parecen ni ridículos ni dignos de lástima, pero me parece desolador que prefieran las ficciones tranquilizadoras de los niños a las crueles certidumbres de los adultos. Prefieren la fe que calma a la razón que intranquiliza, aun al precio de un perpetuo infantilismo mental. Son malabares metafíisicos a un costo monstruoso”. El miedo a la muerte, y al carácter esencialmente trágico del mundo, sólo pueden justificar a Dios desde una mentalidad que ni siquiera ha alcanzado la adolescencia… y que, a casi todos los niveles, sigue rigiendo los destinos de la humanidad. No obstante, el desprecio, o incluso la ira, no deben dirigirse hacia los creyentes (excepto cuando se ponen proselitistas, me permito añadir), sino hacia quienes, en su propio beneficio, predican las bondades de una existencia de renuncias y sumisión.
La obra se estructura en cuatro partes. La primera, Ateología, se apoya igualmente en una cita del prólogo: “El ateísmo no es una terapia, sino salud mental recuperada”. A partir de ahí, Onfray nos explica cómo los traficantes de dioses han combatido el ateísmo (término que, en un principio, no definía a quienes no creían en Dios, sino a quienes adoraban a las deidades equivocadas) bien sea despreciándolo, ignorándolo o, directamente, persiguiéndolo, a lo largo de los siglos. El deicidio nietzscheano amanece, si es que realmente lo ha hecho, en forma de nihilismo y decadencia, dos de las principales características de la civilización occidental en nuestro tiempo. Todavía hoy, la bibliografia atea (que, no obstante, Onfray enumera y describe con detalle, para que anotemos nombres como Meslier y Holbach) es insignificante frente a las toneladas de libros dedicados a la religión, en particular a los tres grandes monoteísmos. A ellos se dedica la segunda parte: concretamente, al inmenso daño que han hecho, y siguen haciendo, a esa especie a la que tanto dicen amar. La tercera parte se centra en el cristianismo, que no en vano es la primera religión monoteísta surgida con la expresa voluntad de conquistar el mundo. Lo consiguió, no tanto a través de un profeta cuya propia existencia genera dudas razonables, sino desde la pluma (Pablo de Tarso) y la espada (el emperador Constantino). La cuarta parte, Teocracia, es un extenso catálogo de las monstruosidades que se producen al meter a Dios en los despachos oficiales. Discrepo de Onfray en cuanto a su teoría de que los ateos no debemos tomar partido en una guerra entre el cristianismo y el islam: el primer deber de un ateo es poder seguir siéndolo, y si para ello hay que ponerse temporalmente del lado del mal menor (sin perder de vista el objetivo final, que no es otro que destruirlo), pues se hace. Aclarado este punto, sólo he de decir que Tratado de ateología, por su profunda verdad y por el excelente estilo con el que ésta se expone, debería ser lectura obligatoria en todas las escuelas e institutos del mundo. Entre otras cosas, es una bofetada en el rostro de quienes cuestionan la utilidad de la filosofía. Y hay rostros que siempre es bueno abofetear.
«El concepto de «más allá», de «mundo verdadero», fue inventado con el fin de desvalorizar el único mundo que existe, para no dejar a nuestra realidad terrenal ninguna meta, ninguna razón, ningún quehacer”
«Prefieren la fe que calma a la razón que intranquiliza, aun al precio de un perpetuo infantilismo mental. Son malabares metafíisicos a un costo monstruoso”
Lo que se describe en estos dos párrafos discrepa profundamente de muchas experiencias religiosas, casi parece un malentendido. Hay concepciones religiosas en las que el mundo terreno tiene un inmenso valor, pues en él hay huellas del mundo trascendente. Y viceversa, en el cristianismo el mundo ultraterreno no significa la desaparición del individuo ni de su experiencia existencial, desintegrado en la divinidad (como en el budismo), sino la continuación de la existencia actual en un estado de perfección, esa es la meta. El mundo ultraterreno es la elevación a la perfección del mundo actual.
Con respecto a la supuesta «fe que calma», me parece que hay un malentendido. La fe no calma, sino que intranquiliza y mucho, pues crea conflictos, obliga a analizar, a tomar decisiones, a enfrentarse con muchas cosas, incluso uno consigo mismo. Basta leer a San Agustín para entender la inquietud que produce la fe, que es creencia o esperanza, pero nunca certeza absolutísima. Pascal, creo, la definía como una apuesta (en la que por supuesto no puede excluírse la posibilidad de perder).
Desde luego también hay formas de fe que son autoengaño. Pero ¿no hay acaso racionalismos tranquilizadores y agnosticismos y ateísmos cuyo único fin es dar una respuesta fácil, sin plantearse preguntas? ¿No puede ser el ateísmo resultado de una lamentable falta de imaginación al no poder figurarse y menos aún percibir una realidad que no sea inmediata y material?
Agradezco sinceramente al autor del blog el respeto que, desde su agnosticismo, muestra hacia los creyentes. Es una actitud que no abunda y que aprecio mucho.
Aquí la actitud siempre ha sido y será la de respetar a quien respeta. Tampoco entre los creyentes abunda la consideración hacia quienes no lo somos. Predominan la condescendencia o el rechazo. Personalmente, creo que todo anhelo de perfección es ilusorio. Nada humano puede serlo. La idea de que la existencia no tiene sentido y de que la muerte es el final de todo es de digestión difícil. La religión me parece el modo más fácil de combatir el desasosiego que ello provoca. Finalmente, no creo que el ateísmo sea producto de la falta de imaginación, sino de la capacidad de discernir entre aquello que imaginamos, y la realidad, siempre más cruda.