Leo, con una mezcla de interés y estupefacción, que durante esta semana la Policía Local de Barcelona ha inspeccionado las terrazas ubicadas en la Avenida Gaudí (territorio conquistado hace tiempo por las hordas invasoras de los shorts, el palo de selfie y la perpetua cara de despiste), para averiguar si respetan la normativa vigente. Pues bien, el resultado ha sido que 21 de las 31 terrazas inspeccionadas no cumplían con lo dispuesto en las ordenanzas municipales. Desde aquí, sólo puedo señalar con indignación a esos diez desaprensivos que se obstinan en respetar las normas en un lugar en el que pasárselas por el forro de los cojones está institucionalizado y forma parte del ADN aborigen. ¿Qué se han creído que es esto, Dinamarca? ¿Qué será lo siguiente? ¿No ensuciar las calles y que las esquinas dejen de oler a pota de sangría? ¿Que las bicicletas circulen por su carril? ¿Respetar los pasos de cebra? ¿Tributar por todo lo que se ingresa? Hay que acabar de raíz con este mal ejemplo, que altera el paisaje de estercolero moral al que estamos habituados. Dicen los optimistas que el hecho de que casi una tercera parte de los inspeccionados cumpla con las normas hace germinar la idea de que este país, se llame como se llame, todavía es recuperable. Que los detengan a ellos también, por gilipollas.