MI TÍO JACINTO. 1956. 90´. B/N.
Dirección: Ladislao Vajda; Guión: Andrés Laazlo, Max Korner, José Santugini, Gian Luigi Rondi y Ladislao Vajda, basado en un argumento de Andrés Laszlo; Dirección de fotografía: Heinrich Gartner (acreditado como Enrique Guerner); Montaje: Julio Peña; Música: Roman Vlad; Producción: Vicente Sempere, para Chamartín Producciones- Falco Film-ENIC (España- Italia)
Intérpretes: Pablito Calvo (Pepote); Antonio Vico (Jacinto); José Marco Davó (Inspector); Paolo Stoppa (Restaurador); José Isbert (Sánchez); Miguel Gila (Paco); Juan Calvo (Ropavejero); Walter Chiari (Caballero elegante); Julio Sanjuán (Organillero); Mariano Azaña, Pastora Peña, Luis Sánchez Polack Tip, Adriano Domínguez, Rafael Bardem, José María Lado, José Calvo.
Sinopsis: Jacinto, un torero retirado que vive, en la miseria y entregado al alcohol, con su joven sobrino, recibe una carta en la que le citan para torear esa misma noche en Las Ventas. Su problema es conseguir en tan poco tiempo el dinero que necesita para alquilar un traje de luces.
Después del monumental éxito de Marcelino pan y vino, el director de origen húngaro Ladislao Vajda decidió repetir fórmula (niño prodigio, historia tierna) de un modo más adulto, y desde luego mucho menos complaciente, con Mi tío Jacinto, película que es considerada, con toda justicia, una obra cumbre del Neorrealismo español.
Una de las pesadillas recurrentes del cine patrio son las películas con niño. Si además la criatura canta, la idea del infanticidio puede fácilmente rondar la cabeza del sufrido espectador. A Ladislao Vajda le corresponde el honor de haber dirigido las únicas películas cinematográficamente dignas que se han hecho en España protagnizadas por eso que se entiende como un niño prodigio. Mi tío Jacinto tiene un referente clarísimo, Ladrón de bicicletas. Aunque las comparaciones son odiosas, Vajda hizo una película de gran calidad, en la que hay más ternura que sensiblería y en la que se impone un retrato sensible, pero a la vez ecuánime, de la vida de las clases más bajas en la España de la posguerra.
Jacinto es un novillero retirado que jamás conoció el éxito y al que, ya próximo a la vejez, su alcoholismo ha llevado a vivir en una chabola de la periferia madrileña junto a su sobrino, un niño de siete años. Un día, no sé sabe bien cómo, recibe una carta en la que le ofrecen una importante suma de dinero a cambio de torear en una charlotada. Al principio, Jacinto cree que todo es una broma de mal gusto pero, cuando se ve en los carteles, descubre que su inclusión en ellos se debió a un error, que no impide que le ofrezcan igualmente la faena. Jacinto la acepta porque puede más la consciencia de su ruina que su aversión a las parodias del toreo. El problema es que tiene un día para conseguir las trescientas pesetas que necesita para alquilar un traje de luces.
La película es un relato sobre los caminos que llevan a la miseria y las maneras, casi siempre delictivas, con las que se intenta salir de ella. La visión del lumpen madrileño refleja la dureza de la vida en lo más bajo de la escala social, con un punto de ternura que se resiste a buscar la lagrimita cómplice y algunos toques de comedia. La inocencia y la energía de Pepote, el sobrino de Jacinto, se oponen al resabio, la decadencia y el sentimiento de fracaso de éste. Vajda rueda, con su sobriedad y maestría características, en exteriores reales (son muy loables las escenas que transcurren en el Rastro madrileño), y obtiene un resultado que es mucho más que una simple copia de los clásicos neorrealistas italianos. Se incluyen aspectos típicamente españoles, como la picaresca y la tauromaquia, por entonces una de las escasas vías que tenían los jóvenes de clase baja para huir de la miseria (quien lo quiera entender, que recuerde la frase del Espartero: “Más cornás da el hambre”). Vajda, quien ya había retratado la versión luminosa de la fiesta en Tarde de toros, muestra aquí el reverso del mundo taurino: el de los que jamás consiguieron el triunfo, el de las ilusiones rotas. Jacinto ve cumplido su sueño de torear en Las Ventas, pero de un modo muy distinto al que deseaba. Es llamativa la importancia de la climatología: dos de las escenas más importantes de la película transcurren entre intensos chaparrones, lo que viene a mostrarnos que el mal tiempo siempre es peor cuando se es pobre. Por suerte para la película, cuya música es de calidad, en ella pesa más el realismo que la ternura.
Pablito Calvo tiene el honor de haber sido el único niño prodigio español capaz de no resultar repelente en cada fotograma. Poseía gracia y expresividad, y no es de extrañar que cautivara a un público que, en la vida real, tenía pocos motivos para la evasión y la ternura. No obstante, a quien hay que destacar por encima de todos en el reparto es a Antonio Vico, que borda el rol de viejo fracasado que sólo encuentra consuelo en el vino. Majestuosa interpretación de un actor que consiguió aquí su mayor logro en el cine. El plantel de secundarios reúne a algunos intérpretes italianos de prestigio, como Paolo Stoppa (gran aparición la suya) o Walter Chiari, con tótems del cine español como Pepe Isbert, y referencias del humor de las siguientes décadas, como Miguel Gila, aquí en el papel de estafador de poca monta, y un impávido Luis Sánchez Polack, Tip.
Mi tío Jacinto es una obra referencial del cine español, que sin duda merece un lugar destacadísimo entre los films rodados durante el franquismo, pues la comparación entre sus virtudes y sus defectos arroja un resultado abrumador a favor de las primeras.