FITZCARRALDO. 1982. 154´. Color.
Dirección: Werner Herzog; Guión: Werner Herzog; Dirección de fotografía: Thomas Mauch; Montaje: Beate Mainka-Jellinghaus; Diseño de producción: Ulrich Bergfelder y Henning von Gierke; Música: Popol Vuh; Producción: Werner Herzog, Willi Segler y Lucki Stipetic, para Werner Herzog Filmproduktion-Pro-ject Filmproduktion-Filmverlag der Autoren-ZDF-Wildlife Films Perú (República Federal de Alemania).
Intérpretes: Klaus Kinski (Brian Sweeney Fitzgerald, Fitzcarraldo); Claudia Cardinale (Molly); José Lewgoy (Don Aquilino); Miguel Ángel Fuentes (Cholo); Paul Hittscher (Capitán); Huerequeque Enrique Bohórquez (Huerequeque); Grande Othelo (Jefe de estación); Peter Berling (Director de la Ópera); David Pérez Espinosa, Ruy Polanah, Salvador Godínez, Dieter Milz, Bill Rose, Leoncio Bueno, Milton Nascimento.
Sinopsis: Fitzcarraldo, un arruinado empresario que vive en el Amazonas a finales del siglo XIX, sueña con construir un teatro de la ópera en Iquitos, que será inaugurado por el gran tenor Enrico Caruso.
Aunque lleva bastantes años sin ofrecer a su público obras de ficción a la altura de sus mejores logros, Werner Herzog es el cineasta alemán más interesante del último medio siglo. Fitzcarraldo es una de sus películas más personales, excesivas y alabadas, un film que le arruinó y le hizo ganar la Palma de Oro en Cannes.
Hay dos películas en las que uno piensa mientras ve Fitzacrraldo: la primera es mi favorita de Herzog, Aguirre o la cólera de Dios, rodada una década antes y en la que se narraba la odisea de un hombre obsesionado con llegar a Eldorado. Ambas obras tienen en común la localización geográfica, el protagonismo de Klaus Kinski y el retrato de una perseverancia rayana en la locura. La segunda película es una obra mayor del cine que triunfó en Cannes sólo tres años antes que Fitzcarraldo: Apocalypse now. Por la personalidad de sus directores y por la extrema complejidad de sus rodajes en la selva, ambas películas supusieron un enorme desafío para sus creadores. La diferencia entre los dos films es que Fitzcarraldo, valorada en su conjunto, es mejor sobre el papel que en la pantalla.
Fitzcarraldo es, para quien esto escribe, una película que reunía gran parte de los ingredientes que debe tener una obra maestra, pero a la que para serlo, le falta, fundamentalmente, ritmo. No es malo en absoluto que un film sea lento (al contrario, es bueno que obras de este calibre lo sean, pues lo narrado necesita su tiempo), pero sí que lo parezca. El montaje es fundamental, y aquí da la sensación de que, después de las enormes vicisitudes vividas a lo largo de la producción, a Herzog le abandonaron las fuerzas en este aspecto clave. Ya en la primera escena, en la que el protagonista llega remando al teatro acompañado de su esposa (más bien, tirando de ella a causa del retraso), nos son presentados los elementos sobre los que gira toda la película: localización exótica, belleza estética y una historia centrada en un individuo excéntrico y amante de la ópera. Esta capacidad de síntesis se pierde en el viaje de Fitzcarraldo hacia una obsesión que supera cualquier límite. El protagonista es es un vivo ejemplo de que algunas personas sólo extraen como lección de sus errores y fracasos la necesidad de hundirse más a lo grande. Arruinado tras su vano empeño en construir un ferrocarril transandino, Fitzcarraldo no piensa en hacerse rico como los demás occidentales que se encuentra alrededor del Amazonas, es decir, apropiándose de los recursos naturales del lugar y esclavizando a los nativos con fines útiles y prácticos, sino que pone todo su empeño, que es muchísimo, en construir un gran teatro de la ópera en Iquitos, la ciudad más populosa de la Amazonía peruana. La película narra la odisea de su protagonista, primero para obtener la financiación que necesita su descabellado proyecto, y después para llevarlo a cabo. El primer paso es adquirir un barco de más de 300 toneladas en estado ruinoso, y convertirlo en útil. El segundo es hacer que ese barco atraviese el punto más cercano entre dos caudalosos afluentes del Amazonas, aunque aquí hay que hacer notar un pequeño detalle: que es una montaña lo que separa ambos ríos. ¿Detendrá esto al héroe de Herzog? No, desde luego. Es sabido que la fe mueve montañas. ¿Y qué es la fe, sino una de las formas más frecuentes de la locura?
Fitzcarraldo puede verse como una parábola de la labor colonizadora de los occidentales: rapaz, deshumanizada, ostentosa y supeditada al capricho más que al raciocinio. Sin embargo, Herzog cayó en todo aquello que critica, pues para mostrar la locura de un hombre que quiso hacer pasar un barco a través de una montaña lo que hizo fue… hacer que un barco atravesara una montaña. No utilizó maquetas, ni efectos especiales, con lo que consiguió, como poco, igualar la pretenciosidad de su protagonista. El propio director se definió años más tarde, recordando el infernal rodaje de esta película, como «un conquistador de lo inútil». No pudo ser más preciso. Fitzcarraldo es muy bella y también muy interesante, pero sus ideas son mejores que la manera en la que se vieron plasmadas en el guión. Puedes tener una gran historia, un rodaje épico, una fotografía y una música de altísima calidad… y no tener una obra maestra. Las escenas excelentes, como aquellas en las que se muestra la distinta naturaleza del protagonista respecto a los demás occidentales poderosos de la zona, se alternan con otras en las que la lírica está más en las imágenes que en el discurso, y que restan agilidad al conjunto. Dicho de otra forma: Fitzcarraldo es Aguirre con una hora más de metraje, y no toda ella está justificada.
Aunque, en parte por su carácter imposible, no fue la primera opción para el personaje (Jason Robards rodó multitud de escenas, pero sufrió disentería y tuvo que abandonar la película), no se me ocurre nadie mejor que el excesivo, excéntrico, volcánico y desquiciado Klaus Kinski para dar vida a un personaje que es todo eso. Cuenta Herzog en su magnífico documental Mi enemigo íntimo, en el que narra la tortuosa relación que mantuvo con su actor-fetiche, que el comportamiento de Kinski en el rodaje fue tan execrable que uno de los jefes de las tribus indias que aparecen en el film se ofreció al director para asesinarle, y que éste rechazó la idea no porque no le pareciera apropiada, sino para poder terminar la película. Sin embargo, Kinski está muy bien en su papel. Le acompañan la espléndida madurez de una Claudia Cardinale que, por desgracia para ella y para sus incondicionales, entre los que me cuento, llevaba años sin hacer una película de este nivel, y un buen puñado de desconocidos secundarios que cumplen a la perfección, con nota alta para Miguel Ángel Fuentes, Paul Hittscher y Huerequeque Enrique Bohórquez, los tres actores que interpretan a los personajes que acompañan a Fitzcarraldo durante gran parte de su travesía.
Magnífico error, o gran acierto incompleto, Fitzcarraldo es, de todas formas, una película que ningún cinéfilo debería perderse. Su belleza y sus excesos merecen, sin duda, un visionado atento.