LA IRONÍA DEL DINERO. 1957. 85´. B/N.
Dirección: Edgar Neville y Guy Lefranc (Episodio francés); Guión: Edgar Neville; Dirección de fotografía: Alfredo Fraile, Ted Pahle y Maurice Barry; Montaje: Sara Ontañón; Música: José Muñoz Molleda; Dirección artística: Sigfrido Burmann; Producción: Edgar Neville y Henri Bernadac, para Producciones Edgar Neville- Les Grands Films Français (España-Francia)
Intérpretes: Fernando Fernán Gómez (Frasquito); Cécile Aubry (La extranjera -Sevilla-); Guillermo Marín (José Luis); Santiago Rivero (Don Nicolás); Carmen de Lirio (Paca); Antonio Riquelme (Mendigo tuerto); Pedro Porcel (Explicador); Jacqueline Plessis (Margot); Philippe Lemaire (Antonio Granier); Henri Vilbert (Marido); Jean Carmet (Feliciano); Claude Cerval (Andrés); Antonio Vico (Sebastián); Irene Caba Alba (Estefaldina); Manuel Arbó (Rebollo); Antonio Casal (El hambrientito de Cuenca); Jacqueline Pierreux (La extranjera -Madrid-); Rafael Alonso (Apoderado); José Capilla (Padre), Faíco, Paco Aguilera.
Sinopsis: Film dividido en cuatro capítulos, en el que se muestran las reacciones de distintas personas al encontrarse una cartera llena de dinero.
Edgar Neville volvió a la dirección, tras un paréntesis de cinco años, con La ironía del dinero, coproducción hispano-francesa que no esconde su condición de cuento moral y que se divide en cuatro sketches, uno de los cuales se rodó en el país vecino, y el resto en distintas ciudades españolas, en concreto en Sevilla, Salamanca y Madrid. Se trata de una obra que no gozó de excesivo reconocimiento en su época, pero a la que el tiempo se ha encargado de revalorizar.
En las postrimerías de su carrera, la mirada de Edgar Neville se hace más aguda, y también menos complaciente con esa España franquista que él apoyó de manera decidida. Eso sí, resulta llamativo que el episodio en el que la codicia, la infidelidad y el tono noir se adueñan del conjunto, se desarrolle en Francia, seguramente porque a la censura no le resultaba agradable que una historia que gira alrededor del adulterio se ubicara en la reserva espiritual de Occidente. Con todo, los cuatro capítulos tienen un nexo común, que es mostrar cómo reaccionan personas de diferentes lugares y catadura moral según el dinero falte, abunde o caiga del cielo. Porque en todos los capítulos una cartera llena de billetes cambia de manos. Neville, que juega a ser un demiurgo generoso, acaba poniendo las billeteras en el mejor lugar posible, porque es sabido que en sus películas, más que retratar la realidad, siempre quiso mejorarla.
A muchos intelectuales y progres acomplejados puede inspirarles rechazo que en el film ocupen un lugar destacado los toros y el flamenco, así que voy a centrarme en este punto: Neville es un gran admirador del cante jondo, y en el episodio sevillano lo capta con respeto y sentido de la estética. Diré más: todos los personajes que cantan, bailan o jalean son positivos, incluso esa extranjera que quiere aprender la danza gitanoandaluza y no se entera mucho de qué va la cosa. Los personajes a quienes Neville condena no son los artistas o los parias, ni siquiera ese limpiabotas alérgico a dejarse el lomo por cuatro perras, sino aquellos que no conocen ni respetan otro arte que el de una billetera llena. En cambio, el director es mucho menos entusiasta al abordar el mundo de los toros: es más, diría que su visión del público taurino es barojiana, mostrando desprecio hacia los tejemanejes que se cuecen en las plazas, hacia los espectadores morbosos que exigen valor ajeno desde una cómoda butaca, y por supuesto hacia los guiris que tragan con todo en pos del exotismo y no se enteran de una mierda. El héroe del capítulo taurino es un matador malísimo, que lo que desea es dedicar el dinero que gane en las plazas para comprar las tierras que cultiva. Neville, como escribí antes, ejerce de deidad generosa.
El episodio francés, que me parece el más flojo del conjunto, es también el menos tocado por el humor. Como Neville poseía eso que llaman gracia, aquí se echa de menos, hasta el giro final, esa ironía de la que hace gala el título. Por su parte, el sketch salmantino nos presenta a un típico mindundi, empequeñecido por una esposa tiránica, que inspira ternura porque su insignificancia no le priva de tener buen corazón, y el hombre se desvive por devolver la cartera a un dueño que resulta no ser precisamente tan honesto como él.
En su conjunto, la película es divertida, está narrada de manera brillante y no confunde moraleja con moralina, por mucho que la figura del explicador pueda llamar a engaño. Una puesta en escena solvente (un privilegio contar con los decorados de Sigfrido Burmann, alguien capaz de sacar mucho juego a pocos elementos), aunque teatral, adorna un conjunto de diálogos ingeniosos y situaciones bien hilvanadas. Dicen que para conocer a alguien es preciso ver cómo se comporta cuando le cambia la suerte, y Neville coloca en tal tesitura a un conjunto de personas que, ante un giro imprevisto de la fortuna, se muestran tal como son, con sus virtudes y sus miserias. Y sí, el mundo sería un lugar mucho mejor si las billeteras más exuberantes estuvieran en los bolsillos de la gente de bien.
En el nutrido y variopinto reparto, que nos ofrece curiosidades como escuchar al gran Fernando Fernán-Gómez con un logrado acento andaluz, destaco sobre todos al susodicho y a esa divina pareja que forman Antonio Vico e Irene Caba Alba, los verdaderos reyes del capítulo salmantino, que a su vez es, en varios aspectos, el mejor de la película. Los actores franceses tampoco acaban de darme el peso, como sí lo hacen actores de notable calidad como Rafael Alonso, Guillermo Marín o Antonio Casal.
La ironía del dinero contiene, a mi juicio, tres sketches deliciosos y uno pasable. Se trata de una película a reivindicar, que no perderá vigencia mientras el dinero, o la falta de él, ocupen un lugar tan destacado entre las preocupaciones humanas.