QUE DIOS NOS PERDONE. 2016. 122´. Color.
Dirección: Rodrigo Sorogoyen; Guión: Isabel Peña y Rodrigo Sorogoyen; Dirección de fotografía: Álex de Pablo; Montaje: Alberto del Campo y Fernando Franco; Música: Olivier Arson; Dirección artística: Miguel Ángel Rebollo; Producción: Gerardo Herrero, Mercedes Gamero y Mikel Lejarza, para Atresmedia- Tornasol Films-Hernández y Fernández Producciones Cinematográficas (España).
Intérpretes: Antonio de la Torre (Velarde); Roberto Álamo (Alfaro); Javier Pereira (Andrés); Luis Zahera (Alonso); Raúl Prieto (Bermejo); María de Nati (Elena); María Ballesteros (Rosario); José Luis García-Pérez (Sancho); Mónica López (Amparo); Rocío Muñoz-Cobo, Teresa Lozano, Fran Nortes, Andrés Gertrúdix, Raquel Pérez.
Sinopsis: En el verano de 2011, dos policías de Homicidios siguen el rastro de un asesino que se dedica a matar ancianas en el centro de Madrid.
Con su segundo largometraje en solitario, Que Dios nos perdone, el director madrileño Rodrigo Sorogoyen se situó en la cúspide del panorama cinematográfico nacional, y volvió a dejar claro que el thriller policíaco vive una época dorada en nuestro país. La película gustó a la crítica, consiguió unos buenos resultados en taquilla y ganó un número destacable de premios en festivales de prestigio.
Conozco muy pocas películas españolas que reflejen con mayor verosimilitud el trabajo de las fuerzas de seguridad que la conseguida por Sorogoyen es este film, necesariamente duro, que se sitúa en el caluroso verano madrileño de 2011, coincidiendo con la visita a la ciudad del entonces Papa Benedicto XVI. Sus protagonistas pertenecen a la brigada de Homicidios y, como suele ocurrir en esta clase de obras, tienen personalidades diferentes: uno es violento, pero noble y eficaz en su trabajo; el otro es tímido, a causa de su tartamudez, y metódico hasta el extremo. Ambos encuentran conexiones entre los asesinatos de dos ancianas, ocurridos en el lapso de pocos meses, y deben enfrentarse a la burocracia y a sus propios fantasmas personales mientras tratan de atrapar al asesino. No es que Sorogoyen haya inventado la sopa de ajo, pero su propuesta es creíble, atractiva y poseedora de eso que llaman atmósfera. El perfil de los dos personajes principales es tan complejo y está tan logrado, que el resto de aspectos de la película se benefician en todo momento de ello. Las absurdas rivalidades entre presuntos compañeros, o el hecho de que un jefe, ante la disyuntiva entre hacer algo que pueda hacerle caer de su sillón, y no hacer nada, siempre escoja la segunda opción, están a la orden del día en cualquier oficina administrativa, con el agravante de que ese fracaso cotidiano, cuando existe en la Policía, cuesta vidas. Esto se explica en la película con toda su crudeza, y la dota de una buena dosis de autenticidad. La escena en la que los dos protagonistas intentan acordonar una estación de metro, en la que se oculta el presunto asesino, unida a la siguiente, donde se muestran las consecuencias de esa actuación, constituyen un verdadero tratado del desgaste que supone dedicarse a eso del servicio público en España. En un plano más estrictamente policial, el film, cuyo guión encuentro muy sólido, explica con detalle cómo es el desgaste mental producido al sumergirse cada día en lo más podrido de la sociedad, vivir jornada tras jornada inmerso en aquello que las personas normales prefieren no ver, y las personas con despacho, esas que te joden el día a día para después pronunciar tus honras fúnebres, prefieren hacer ver que no existe.
Narrativa y acabado técnico convergen hacia el mismo punto: el realismo. La cámara es movida con nervio, consiguiendo mostrar el interior de unos personajes que viven sobre el alambre y el entorno en el que éstos se mueven. El epílogo, rodado bajo una lluvia torrencial, posee la violenta belleza que la película requiere. Por otro lado, el espíritu del film queda resumido por la recurrente presencia de la voz de la gran diva del fado, Amália Rodrigues, una de cuyas canciones incluso da título a la película. Que Dios nos perdone tiene elementos del moderno cine negro norteamericano, rasgos inequívocamente españoles y un aura desencantada, de puro fado.
La pareja protagonista no puede estar mejor elegida: Roberto Álamo está que se sale, y por eso es capaz de mostrarnos todas las aristas de un personaje que, en manos menos inspiradas, no sería más que un Torrente sin gracia. Por su parte, Antonio de la Torre sale, una vez más, airoso de una labor muy complicada, pues ha de lidiar con un personaje difícil, por su tartamudez, por su introspección y porque todo ello no puede desembocar en la falta de emoción. Del plantel de secundarios, más cumplidor que brillante, he de decir que el papel más relevante, el interpretado por Javier Pereira, está bien resuelto, que a Luis Zahera y a José Luis García-Pérez me los creo y que, del plantel femenino, me quedo con la labor de Mónica López.
Que Dios nos perdone es un notable ejercicio de cine negro hispánico, obra de un director cuya carrera habrá que seguir muy de cerca.