Se les reconoce por su rostro carente de gracia y por su manera de ir por el mundo: siempre muy estirados, como si les hubieran metido un palo por el culo. Los hay en todas las oficinas y antros burocráticos. Pasan tanto tiempo intentando disimular su palmaria mediocridad, que apenas les queda margen para mejorarse a sí mismos y con ello dejar de ser tan mediocres. Su prioridad es mantener intacto su reino de papeles aburridos y ambiente mortuorio. Para eso, se aplican especialmente en reducir a su tamaño a todo aquel que destaque a su alrededor. Adoran la sumisión y odian la rebeldía casi tanto como la inteligencia. Hacen ver que trabajan mucho, pero sus ausencias no alteran el paisaje. Al menos, no para mal. En el fondo, odian la imagen que el espejo les devuelve, así que ponen mucho empeño en lograr que los demás también se odien a sí mismos. Son los que estudiaban mucho pero sacaban notas sólo decentes, los que treparon gracias a su habilidad para usar los codos y no morder nunca la mano que les daba de comer, los que ya son viejos pero jamás serán sabios. Son el verdadero peaje del pan nuestro de cada día, pero también, esos especímenes de quienes te ríes de manera inmisericorde en tus ratos libres. Habría que declararlos especie protegida, aunque ya lo están.