NO ES BUENO QUE EL HOMBRE ESTÉ SOLO. 1973. 88´. Color.
Dirección: Pedro Olea; Guión: José Luis Garci y José Luis Martínez Mollá, basado en un argumento de Pedro Olea, según una idea original de José Truchado Reyes; Dirección de fotografía: Antonio L. Ballesteros; Montaje: Maruja Soriano; Música: Alfonso Santisteban; Decorados: Román Calatayud; Producción: Luis Méndez, para Lotus Films (España).
Intérpretes: José Luis López Vázquez (Martín); Carmen Sevilla (Lina); Máximo Valverde (Mauro); Eduardo Fajardo (Don Alfonso); Lolita Merino (Cati); José Franco (Darío); Helga Liné (Mónica); Raquel Rodrigo, Betsabé Ruiz, Enrique Ferpi, José Riesgo, Ángel Menéndez.
Sinopsis: Martín es un hombre introvertido que vive en un chalet junto a una muñeca de tamaño natural. La presencia de una vecina prostituta, y de su curiosa hija pequeña, provoca que su secreto salga a la luz.
El director vasco Pedro Olea dio muestras, desde los mismos inicios de su filmografía, de sus deseos de convertirse en un cineasta alejado de los tópicos. De esa inquietud surgió El bosque del lobo, película que mostró a uno de los grandes comediantes del cine español, José Luis López Vázquez, en un registro radicalmente distinto al que el público estaba acostumbrado a ver. No es bueno que el hombre esté solo sigue la línea de la anterior colaboración entre actor y director, si bien la película pasó bastante desapercibida en su momento, casi con total seguridad porque la presencia al frente del reparto de López Vázquez, Carmen Sevilla y Máximo Valverde, unida al bíblico título del film, que lo emparentaba con el de una de las comedias ligeras de más éxito en la época, No desearás al vecino del quinto, confundió a las audiencias, que esperaban un producto de naturaleza muy diferente. Tuvieron que pasar varios lustros desde el estreno de la película para que el sector con mejor olfato de la crítica cinematográfica patria abogara por la recuperación de esta obra atípica.
Olea, que se apoya en un guión coescrito por el futuro director José Luis Garci, sitúa en su tierra, esa Bilbao gris del tardofranquismo una historia que, en muchos aspectos, constituye un claro precedente de esa también incomprendida joya berlanguiana llamada Tamaño natural, y que al tiempo le permite abordar una temática frecuente en sus obras más personales: el drama de quienes deben ocultar sus heterodoxas inclinaciones sexuales en un entorno de lo más represivo. Martín, el protagonista de esta historia, es un profesional de éxito, discreto, eficiente y muy apreciado por sus jefes; sin embargo, en la intimidad de su chalet de las afueras, Martín oculta un secreto: la esposa, casi siempre indispuesta por motivos de salud, que dice tener es, en realidad, una muñeca. Las dobles vidas pueden llevarse muy bien mientras nadie empiece a hurgar en ellas, y el drama del protagonista se inicia cuando la hija de una prostituta vecina suya descubre su secreto. Y como un secreto entre dos, ni es un secreto ni es nada, la madre de la criatura no tarda en averiguarlo y urde una trama en la que el tímido Martín se convierte en el puente hacia su jubilación.
El mérito de Olea estriba en evitar que esta historia se convierta en la comedia chusca o en el thriller barato que podría perfectamente haber sido. Lo consigue mostrando con sutileza el paulatino descenso a los infiernos de un hombre ante la imposibilidad de vivir a su manera. Una manera que, no lo olvidemos, no hace daño a a nadie. Si hacemos un análisis superficial, podría pensarse que el drama de Martín es su tremenda soledad, pero no es así: son las compañías indeseadas y la violación de su intimidad los factores que, combinados, le hunden la vida, porque él sabe (y Lina también, claro) que la divulgación pública de su secreto podría arruinar su ascendente carrera y convertirle en un apestado social aún mayor de lo que ya es. A medida que avanza la película, descubrimos que Martín es más un muerto en vida que un fetichista (que también), lo que provoca que el personaje nunca sea risible y acabe, incluso, provocando ternura en el espectador.
En lo que respecta a la estética, la puesta en escena se ajusta bien a lo narrado, pues es gris y sombría. Apenas vemos el sol durante todo el metraje; en cambio, vemos lluvia, nubes, interiores poco iluminados (salvo, claro está, el club de alterne en el que trabaja Lina) y noche, mucha noche. No hablamos de una película especialmente brillante en lo técnico, aunque hay algunos encuadres y movimientos de cámara muy interesantes (a título de ejemplo, la escena en la que se muestra cómo Elena vuelve a reinar en su hogar). La música es correcta, aunque repetitiva, y en realidad la grandeza de esta obra reside en sus detalles: las miradas de los dependientes de la tienda al advertir el rostro embelesado de Martín mientras visten a las maniquíes, la manera de mostrar los pensamientos de los invitados a una cena en la que Lina, culminado su chantaje, aparece como la esposa de Martín, el absoluto desamparo de éste, abrazado a su amada al borde del acantilado, las similitudes entre los finales de Paula, la hermana de Elena, y Mauro, el amante-chulo de Lina… en estos momentos, y en otros, encontramos inspiración e inteligencia.
Qué decir de José Luis López Vázquez, salvo que su interpretación es, una vez más, prodigiosa, pues desde el principio sabe encontrarle el punto a su personaje, sin convertirle en un ser ridículo o un pervertido, y después sabe llevarlo hasta sus límites sin llegar a traspasarlos, algo de lo que sólo son capaces los actores de primera fila. Por si esto fuera poco, en la escena de la fiesta casera López Vázquez muestra una vez más al gran cómico que siempre fue. A su lado encontramos a una de las grandes bellezas de la historia del cine español, Carmen Sevilla, aquí muy alejada de sus habituales roles folclóricos. Nunca me pareció una actriz notable, pero aquí está muy bien dirigida y muestra no pocas habilidades al incorporar a un personaje cruel, primario y maleado por la vida. Máximo Valverde, actor discreto, siendo generosos, interpreta al arquetípico zángano español pero, como hablamos de una película que se sale de los parámetros habituales, se deja claro que su personaje es bisexual. La niña Lolita Merino resulta tan repelente como su rol requiere, y las apariciones de Eduardo Fajardo y Helga Liné son poco más que anecdóticas.
No es bueno que el hombre esté solo no es lo que parece, sino mucho más. Estamos ante una negrísima joya oculta del cine español, al que las muñecas (invento que, dado el actual estado de la guerra de sexos en Occidente, es extraño que no obtenga ventas millonarias) han dado muchísimo juego. Tanto que, aquí, el actor que interpreta al homosexual decrépito y dueño del club de alterne se apellida Franco…