Tengo claro que la izquierda política está todavía lejos de recuperarse del mazazo que supuso la caída del bloque comunista hace ya tres décadas. Desde entonces, la ausencia de referentes válidos y universales, los bandazos ideológicos, la adhesión a causas parciales y muchas veces intrascendentes y la rendición tácita a la lógica del capitalismo son el pan nuestro de cada día.
Parece obvio que, en Occidente (del resto del planeta, mejor ni hablamos) estos treinta años de descontento han traído un generalizado retroceso de los derechos laborales y sociales, así como de las libertades públicas, de las clases trabajadoras. El drama, a mi juicio, es que la izquierda política ha aceptado, y lo que es peor, asumido, que la lucha de clases es algo pasado de moda, cuando continúa siendo el conflicto básico en todas las sociedades modernas, frente al que todos los demás deberían palidecer. En su lugar, la izquierda alternativa se ha dedicado durante todo este tiempo a vender humo disfrazado con grandes palabras (más adelante desmenuzaré esta cuestión), y la socialdemocracia a gobernar, cuando y donde ha podido hacerlo, de una forma demasiado parecida a como lo ha hecho la derecha, salvo en cuestiones cosméticas, algunas muy loables, pero secundarias. La triste verdad es que muy pocas veces la izquierda, asumido el poder, ha logrado revertir la lógica del capitalismo salvaje, ya sea porque no ha sabido, no ha querido o no ha podido hacerlo. Lo máximo que se ha hecho es poner paños calientes sobre una herida que, desde hace tiempo, tiene muy mal color, y que toma la forma de una sociedad de individuos atomizados, obligados a lidiar con su doble condición de bestias de carga del sistema y objeto de consumo. Este hecho genera una tensión que esconde una paradoja: que en sociedades que han alcanzado un grado de bienestar jamás conocido, la crispación sea la nota dominante. La lógica del tanto tienes, tanto vales se ha impuesto de una manera casi absoluta, hasta el punto de que una de las ideas más arraigadas en el subconsciente colectivo es el miedo a ser arrojado del tren de la sociedad de consumo, pues todos sabemos que, fuera de él, nuestro valor como individuos será cero. Lo curioso es que, si el tren quedara semivacío, el sistema quebraría con rapidez, lo que me lleva a pensar que la fuerza de esos individuos-isla, convenientemente agrupados en torno a un beneficio común, sería poderosa. ¿Qué ha hecho la izquierda para aprovechar esa fuerza? Pues beberse de un trago la lógica capitalista de divide y vencerás, abrazando causas que, tomadas una a una, pueden ser muy loables, pero que lo que en verdad consiguen es dividir a las clases populares y alejarlas del que debería ser su principal objetivo: un reparto más justo de la riqueza. La izquierda acierta al denunciar las injusticias del sistema, pero no pasa del balbuceo cuando se le plantea la gran pregunta: “¿Qué ofreces tú en su lugar?”. ¿Movimientos antiglobalización? Bien, pero mejor si no plantearan alternativas que, llevadas a la práctica, arrastrarían a la sociedad al economato y la autocracia. ¿Feminismo? Bien, pero no utilizado para dividir por sexos a las clases trabajadoras y a fomentar la promoción de mediocres para cubrir cuotas. ¿Ecologismo? Bien, pero de un modo que tenga en cuenta el carácter esencialmente egoísta y depredador de la especie. ¿Populismo bolivariano? Siguiente pregunta. La empanada mental es tan grande que, en lugares como Cataluña, la izquierda política se ha lanzado a abrazar algo tan intrínsecamente reaccionario como el nacionalismo, fenómeno que, por otra parte y volviendo a la primera pregunta, ha acabado por ser el mar proteccionista en el que han desembocado mucho ríos llamados movimientos antiglobalización.
Más drama: la solución a este desbarajuste nos queda muy lejos. Históricamente, la izquierda ha cometido el error de tomar como modelos a países como la Unión Soviética o Cuba cuando, si de lo que se trata es de lograr sociedades en las que las clases trabajadoras tengan una superior calidad de vida, el ejemplo más digno de imitar lo constituyen los países del centro y norte de Europa. Sociedades capitalistas, sí, pero pioneras en justicia y protección social. ¿Está usted diciendo que la solución es la socialdemocracia, poco después de afirmar que ha claudicado? Esto requiere una explicación: para empezar, la izquierda política debería adoptar el modelo adecuado, y éste, en sociedades avanzadas, es la socialdemocracia. Pero una socialdemocracia que dé miedo (por lo tanto, cualquier parecido con la actual es mera anécdota), porque los poderosos difícilmente renuncian a sus privilegios si no se les obliga y, lo que es más importante, que no se deje comprar. Soy consciente de que acabo de formular una utopía, porque ni la izquierda política da señales de aproximarse a modelos realistas, al tiempo que retoma la lucha de clases como eje vertebrador, ni el mundo está lleno de personas bien preparadas, justas y honestas que puedan y quieran gobernar en favor de las clases trabajadoras. De ahí mi conclusión: vayámonos acostumbrando al desasosiego.