HAHA TO KURASEBA. 2015. 130´. Color-B/N.
Dirección: Yoji Yamada; Guión: Emiko Hiramatsu y Yoji Yamada; Dirección de fotografía: Masashi Chikamori; Montaje: Iwao Ishii; Música: Ryuichi Sakamoto; Dirección artística: Mitsuo Degawa; Producción: Hiroshi Fukazawa, para Shochiku (Japón)
Intérpretes: Sayuri Yoshinaga (Nobuko Fukuhara); Kazunari Ninomiya (Koji Fukuhara); Haru Kuroki (Machiko); Tadanobu Asano (Kuroda); Keniji Kato (Hombre de Shanghai); Yuriko Hirooka (Tomie); Miyu Honda (Tamiko); Nenji Kobayashi, Kazunaga Tsuji, Christopher McCombs, Wade Reed.
Sinopsis: Una mujer japonesa, que perdió a su hijo menor en el bombardeo de Nagasaki, ve cómo el chico se le aparece tres años después de su muerte.
La segunda juventud de Yoji Yamada, que le ha llevado a ser uno de los cineastas japoneses más conocidos en el mundo, vivió un nuevo capítulo con Nagasaki: Recuerdos de mi hijo, drama intimista sobre los desastres de la guerra. La película fue, ni es, considerada como una obra mayor de Yamada, pero contiene muchos de los elementos distintivos de los mejores trabajos del director.
Creo que, para valorar en su justa medida Nagasaki: Recuerdos de mi hijo, el espectador debe partir de la premisa de que, en la guerra, también entre los agresores (porque, en la Segunda Guerra Mundial, Japón no fue otra cosa) hay víctimas inocentes, si entendemos como tales a las personas que, mientras el conflicto se desarrolla en otras latitudes, viven ajenas al sufrimiento que sus tropas infligen a individuos iguales que ellas. Se agradecería que la película no presentara a Japón como nación agredida, si bien es cierto que la derrota militar tuvo consecuencias terribles para el país nipón. Sin duda, la peor de todas ellas fue el lanzamiento de sendas bombas atómicas contra dos ciudades importantes, Hiroshima y Nagasaki. El protagonista y narrador de la película es una víctima de la segunda de esas bombas, un joven estudiante de medicina que, como la práctica totalidad de sus compañeros de aula, falleció a los pocos segundos de la explosión atómica. No es la primera vez que una película es narrada por un cadáver, pero Yamada lleva esta circunstancia hacia su vertiente más espiritual: la madre del joven, que es una cristiana devota, al igual que muchos otros miembros de su comunidad, y ya había perdido a su esposo, a causa de la tuberculosis, y a su hijo mayor, muerto en combate, ve cómo su más joven descendiente se le aparece a los tres años de su fallecimiento, cuando la mujer pierde definitivamente las escasas esperanzas que tenía de volver a verle con vida. En todo este tiempo, su único apoyo ha sido Machiko, la prometida del muchacho, cuya reaparición reanima a una mujer corroída por la enfermedad y la depresión. Madre e hijo tienen ocasión de conversar sobre el pasado, el presente y un futuro que, en su caso, no tiene más fundamento que el de reencontrarse en la otra vida.
Más allá de que resulte llamativo para un espectador occidental el encontrarse con un universo plenamente japonés, pero cristianizado, la película, cuyo guión coescriben el director y su mano derecha en cuestiones literarias, Emiko Hiramatsu, destaca por su sensiblidad. Conmover al público es algo que muchos buscan y no tantos encuentran: Yamada lo consigue a través de la sencillez, lo cual es loable. Nobuko, la madre, es un ser lleno de virtudes, por medio de la cual Yamada hace un encendido elogio de la abnegación y la capacidad de sufrimiento de la mujer japonesa, en la línea de cineastas míticos como Yasujiro Ozu. El film transcurre de un modo apacible, y se articula tomando como eje las sucesivas apariciones del hijo fallecido, Koji. Quizá lo más flojo sea el prólogo, rodado en blanco y negro, que narra el bombardeo de Nagasaki. Cuando la película adopta el color, y la acción se traslada al tercer aniversario de la muerte de Koji, se entra en un terreno intimista que el veterano director demuestra dominar con maestría. Hay algún pasaje más ligero, como cuando Koji recuerda sus canciones del instituto, pero todo se centra en el dolor de la pérdida y la manera de superarla o, como mínimo, de poderla sobrellevar. Las apariciones de Koji tienen siempre un aire plácido, que contrasta con la escena en la que se recrea la aparición de su hermano mayor y de sus compañeros muertos en la batalla, en mi opinión uno de los hitos visuales de la película. La sensibilidad que de ella mana se ve también reflejada en la virtuosa banda sonora compuesta por Ryuichi Sakamoto, y en los pasajes de Mendelssohn utilizados en la narración. Como ateo interesado en la espiritualidad, es obvio que no comparto el mensaje posterrenal de la película, pero no por ello dejo de elogiar sus virtudes cinematográficas.
Nagasaki: Recuerdos de mi hijo es un film de pocos actores, pero buenos. La interpretación de Sayuri Yoshinaga es excelente, pues en su trabajo es imposible distinguir una chispa de impostura. Kazunari Ninomiya, el actor que interpreta a Koji, me pareció algo flojo en las primeras escenas, pero su nivel mejora a medida que avanza el metraje. Bien Haru Kuroki, y aún mejor Keniji Kato, en el papel del contrabandista enamorado de Nobuko.
Una vez más, Yoji Yamada filmó una notable película, mejor a mi parecer de lo que puede leerse en las webs cinematográficas con más seguidores. Nagasaki: Recuerdos de mi hijo es un drama que plantea el siempre espinoso tema de cómo enfrentarse a la muerte, tanto a la propia como a la de nuestros seres queridos, y lo hace con un buen gusto que debería estar más de moda.