EASY RIDER. 1969. 95´. Color.
Dirección: Dennis Hopper; Guión: Peter Fonda, Dennis Hopper y Terry Southern; Dirección de fotografía: Laszlo Kovacs; Montaje: Donn Cambern; Música: Miscelánea. Canciones de Steppenwolf, The Band, Jimi Hendrix, Roger McGuinn, The Byrds, etc.; Dirección artística: Jerry Kay; Producción: Peter Fonda, Bert Schneider y William L. Hayward, para Pando Company- Raybert Productions (EE.UU.).
Intérpretes: Peter Fonda (Wyatt); Dennis Hopper (Billy); Jack Nicholson (George Hanson); Luke Askew (Autoestopista hippie); Luana Anders (Lisa); Robert Walker Jr. (Jack); Sabrina Scharf (Sarah); Karen Black (Karen); Toni Basil (Mary); Antonio Mendoza, Phil Spector, Warren Finnerty, Carmen Phillips, Hayward Robillard, Arnold Hess Jr., Lea Marmer.
Sinopsis: Dos jóvenes motoristas se dirigen a Nueva Orleans con el dinero obtenido gracias a una venta de droga en Los Ángeles.
Easy rider es la primera película dirigida por Dennis Hopper, uno de los enfants terribles por antonomasia del Hollywood clásico. Se trata de un drama contracultural que, para muchos, marcó el inicio de lo que se dio en llamar el Nuevo Hollywood y permanece como una obra de culto, principalmente entre moteros y nostálgicos de la época hippie.
La primera impresión que me deja a día de hoy el visionado de Easy rider es que la película es tan de su tiempo que ha envejecido bastante mal. Planteada como un western en el que los protagonistas sustituyen los caballos por motocicletas de alta cilindrada, esta obra fue muy impactante en su época, pero posee pocas virtudes, ya sean visuales o narrativas, que el tiempo no haya logrado marchitar. Easy rider es un mal viaje, el de dos hombres que, después de haber dado un gran pelotazo con la venta de cocaína, recorren en sus motos los Estados Unidos con intención de acudir al carnaval de Nueva Orleans. Para la historia del cine queda la imagen de los dos hombres galopando a lomos de sus Harleys, sintiéndose los dueños de las inmensas y solitarias carreteras mientras suena el Born to be wild, de Steppenwolf. Icono motero por excelencia, entendida como símbolo de libertad, esta escena se repite en exceso a lo largo del metraje para acabar suponiendo, por pura reiteración, un narcisista ejercicio de paisajismo de postal. Respecto a la apología del consumo de drogas, por tratarse de sustancias que liberan la mente de las ataduras morales de la sociedad cristiano-burguesa, hay que decir que hoy, por desgracia, ya sabemos que la inmensa mayoría de las mentes ni deben ni merecen ser liberadas. En esto, la película casi podría decirse que nació desfasada, en todos los sentidos. La visión idílica (y, de nuevo, demasiado larga) que se ofrece de las comunas hippies se da de hostias con la realidad, además de con la propia naturaleza humana, y sale bastante magullada. Respecto a la lectura política, hay que decir que la progresía estadounidense estaba en un comprensible estado de shock: Vietnam, la batalla por los derechos civiles y los frecuentes estallidos de violencia, con epicentro en el Sur, los asesinatos de John y Bobby Kennedy, el de Martin Luther King, la llegada a la presidencia de Richard Nixon y, para iniciar la caída del caballo de los cerebros más aventajados del movimiento hippie, Altamont y los crímenes de la familia Manson, que impactaron sobremanera en la gauche divine hollywoodiense y rompieron en mil pedazos los mensajes de paz y amor. Por todo ello, se comprende que la visión que se ofrece del conflicto entre reaccionarios y libertarios sea tan simplista: en lo del rechazo visceral a los melenudos en las comunidades más tradicionales, o en el hecho de que la libertad sea algo de lo que mucho se habla, pero en realidad aún más se teme, la película yerra muy poco: el salto entre eso y el crimen indiscriminado parece más fruto de una paranoia psicotrópica que de otra cosa.
En lo visual, se trata de conjugar la mirada hacia el paisaje del western tradicional con las influencias de la nouvelle vague y los delirios psicotrópicos. No obstante, el nombre que asoma con más fuerza es el de Roger Corman, pues Easy rider viene a ser un híbrido entre dos películas de este director, Los ángeles del infierno y El viaje. Si quieren más pistas, ambas están protagonizadas por Peter Fonda, y el guionista de la segunda es un tal Jack Nicholson. Como aquí, guión no es que haya mucho, pero la escena alucinógena en el cementerio de Nueva Orleans, que contiene algunos de los momentos de mayor impacto visual de la película, parece sacada directamente de la segunda de las películas de Corman nombradas. En el estilo, se impone una especie de desaliño esteticista que casa bien con la apariencia física y la indumentaria de los protagonistas. Dicho lo cual, el montaje es bastante mejorable. La música, en cambio, es de enorme calidad, fiel retrato de la mejor época del rock: Steppenwolf, The Band, Jimi Hendrix…
Los artífices de la película, Peter Fonda y Dennis Hopper, interpretaron los papeles que mejor se adaptaban a sus cualidades: el del hippie tranquilo y reflexivo (Fonda) y el del histrión desfasado (Hopper). Ambos lo hacen bien pero acaban por resultar indigestos, cada uno a su manera. El mejor del elenco es, sin duda, un Jack Nicholson que obtuvo su primera nominación al Oscar gracias a su rol de abogado borrachuzo que acompaña a los protagonistas durante la parte de su viaje en la que todo empieza a volverse oscuro. En los personajes que rechazan a los hippies no hallamos el más mínimo matiz, lo que condiciona para mal a los actores que los interpretan, y del resto, a la labor de Luke Askew se la puede equiparar a la de Peter Fonda, y respecto al plantel de actrices, lo más destacable es la breve pero impactante aparición de una intérprete de nivel, Karen Black.
En definitiva, una película en la que pesa más el aura mítica que el valor cinematográfico, que sin duda ha menguado con el paso del tiempo.