Hace un tiempo, escribí un artículo acerca de la poca simpatía que me despierta la actual (y creciente) epidemia de las bandas-tributo. Pues bien, se avecinan cosas peores, que demuestran que el ingenio humano, puesto al servicio del sableo del personal, es prácticamente inagotable. Leo con estupor que la viuda de Ronnie James Dio ha organizado una gira con una orquesta de pueblo y el holograma de su difunto esposo como alimento de una nostalgia pésimamente entendida. Es mala, la codicia, porque desvirtúa el legado de quienes ya no pueden defenderse de la explotación que otros hagan de su arte. Últimamente, es raro el día en el que no escuche la voz de Dio, ya sea en grabaciones de su época en Rainbow, de su etapa en Black Sabbath o de sus tres primeros discos en solitario, que son sin duda los mejores, pero la sola idea de pagar por ver a su holograma y escuchar su playback en un pabellón me revuelve el estómago. Es más, ya me produce arcadas que a alguien se le haya ocurrido esa idea, que otros ya han puesto en práctica con anterioridad y amenaza con extenderse con la misma fuerza que los pensamientos sectarios disfrazados de amor al prójimo y el regreso de la moda del chándal, signos inequívocos de que el Apocalipsis se acerca. Lucifer nos libre de todo ello.