THE PUBLIC EYE. 1992. 98´. Color.
Dirección: Howard Franklin; Guión: Howard Franklin; Director de fotografía: Peter Suschitzky; Montaje: Evan Lottman; Música: Mark Isham; Diseño de producción: Marcia Hinds; Dirección artística: Bo Johnson y Dina Lipton; Producción: Sue Baden-Powell, para Universal Pictures (EE.UU).
Intérpretes: Joe Pesci (Leon Bernstein); Barbara Hershey (Kay Levitz); Stanley Tucci (Sal); Jerry Adler (Arthur Nabler); Dominic Chianese (Spoleto); Richard Foronjy (Frank Farinelli); Jared Harris (Danny, el portero); Richard Riehle, Gerry Becker, Bob Gunton, Peter Maloney, Patricia Healy, Toni Fleming.
Sinopsis: El más conocido fotógrafo de sucesos de Nueva York se ve involucrado en un caso de corrupción en el que la Cosa Nostra juega un papel protagonista.
Aunque probablemente será recordado por haber escrito la adaptación cinematográfica de El nombre de la rosa, Howard Franklin puede presumir de haber dirigido una de esas películas que justifican toda una carrera. Se trata de El ojo público, film retro que se inspira en las andanzas de Weegee, un famoso fotógrafo neoyorquino, que tuvo un discreto éxito en el momento de su estreno y que está lejos de poseer el prestigio que merece.
Franklin nos traslada al Nueva York de los primeros años 40, por lo que es fácil deducir que estamos ante un homenaje al cine negro clásico, pero también ante una revisión del mismo. El hecho de que el protagonista de la película sea un fotógrafo cuya especialidad era retratar a los residentes de los barrios bajos, y cuya mayor habilidad consistía en llegar al lugar del crimen antes incluso que la policía (para ello había interceptado la frecuencia de radio utilizada por los agentes en sus comunicaciones) hace que, además del glamour que uno espera encontrar en este tipo de películas, centrado en el célebre Café Society, nos topemos también con lo más sórdido de las entrañas de una gran ciudad. Con frecuencia se nos muestra lo desubicado que se encuentra Bernstein, un tipo cuyo hábitat natural son los bajos fondos, cuando ha de interactuar con personas que están mucho más arriba que él, un tipo que sí, lleva gabardina, pero es bajito, poco agraciado, vive en un cuchitril y fuma puros baratos, en la pirámide social. Por ejemplo, su lugar de acceso al Café Society es, hasta que la dueña del local no dice lo contrario, la puerta de servicio…
Franklin crea un fantástico protagonista, con una personalidad llena de matices en la que su nobleza se resalta tanto como sus miserias. Por un lado, Bernstein es un tipo carente de ética, capaz de cualquier cosa con tal de conseguir la mejor fotografía; por otro, es un hombre entregado a su profesión, sin apenas vida personal (mucho menos, sentimental, circunstancia que sobrelleva con íntimo dolor), que tiene alma de artista y demuestra, con su cámara, su capacidad para extraer poesía de la sordidez. Esa poesía, que Bernstein ha plasmado en un libro, es rechazada por las editoriales serias por demasiado vulgar.
No obstante, ocurre con frecuencia que los seres superiores deben recurrir a quienes no tienen reparos en meterse en el fango para que les solucionen sus problemas. Eso es lo que le sucede a Kay, la dueña del Café Society, quien, acosada por la Mafia a causa de unos negocios turbios que enriquecieron a su difunto marido, piensa en Bernstein para que la saque del atolladero. El fotógrafo es la persona idónea: conoce como nadie lo que se cuece bajo las alfombras de la Gran Manzana, posee excelentes contactos tanto en la policía como en la Mafia y, naturalmente, se enamorará de una mujer que es la encarnación de lo que siempre deseó. Ellos son la Bella y la Bestia (o Quasimodo y Esmeralda la Zíngara, en palabras de quienes asisten como espectadores a su peculiar relación), pero también son dos seres fuera de lugar que no pueden ser otra cosa que lo que son, y defenderlo a cualquier precio. Esto salta a la vista en la bella escena en la que Kay sigue a Bernstein bajo la lluvia y, desde la entrada de un lúgubre callejón, ve cómo ese hombre que la socorre cual caballero andante hace gala de una absoluta carencia de escrúpulos cuando se trata de obtener la mejor fotografía. En ese momento, Kay obtiene la coartada moral que necesita para no dar el definitivo paso en falso que la devolvería al lodo del que salió.
Al igual que sucede con la narrativa, a la puesta en escena me es difícil encontrarle defectos. El vestuario, los decorados, el montaje o la delicadeza con la que Franklin mueve la cámara desde el mismo prólogo, en el que se nos enseñan las fotos de Bernstein, son dignos de elogio, aunque los mayores deben reservarse a la fotografía de Peter Suschitzky (sublime el modo de alternar color y blanco y negro) y a la envolvente música de Mark Isham. El tono retro no se queda en el simple pastiche, sino que muestra personalidad: conforme al temperamento de su protagonista, no hay recato a la hora de retratar la violencia.
Otro detalle nada nimio: aquí encontramos la mejor interpretación en la carrera de Joe Pesci, un actor encasillado en papeles de mafioso y muy dado a la sobreactuación que aquí está sencillamente perfecto. La réplica que le da Barbara Hershey, una bella y talentosa actriz, no le va a la zaga. La excelencia se extiende a unos secundarios de peso, como Stanley Tucci, Jerry Adler o un Dominic Chianese que anticipa todo ese encanto que desplegará en Los Soprano.
Poco más hay que decir de una de las grandes joyas ocultas del cine norteamericano de finales del siglo XX. Realista, poética, violenta y sensible, El ojo público es una de esas películas que conviene revisitar con cierta frecuencia, pues su visionado supone una gozosa experiencia cinematográfica.