El motivo: ver el primer (y, posiblemente, también el último) concierto de rock de Ritchie Blackmore en España en más de treinta años. Los artífices: mis amigos (por riguroso orden de antigüedad) Sergio, Óscar y Tomás. El lugar: Fuengirola, sede de la primera edición del festival Rock The Coast. ¿Qué podía fallar? Infinidad de cosas. La mejor noticia es que Murphy se tomó el fin de semana libre y no falló ninguna.
Vuelo de ida puntual y sin sobresaltos (con Ryanair, pero qué es la vida sin riesgo), llegada a un bonito hotel con vistas a la Costa del Sol y tapeo selecto en La Carihuela Chica: sus calamarcitos a la plancha, su rosada frita o en adobo o su tortilla de camarones, un placer a precio asequible. Vuelta al hotel y… a prepararse para un encuentro con una leyenda del rock que uno ansiaba desde los años 80.
Al margen de algunas modernidades festivaleras que alargaban en exceso la entrada en el recinto, opino que el festival, ubicado en el muy estético marco del castillo de Sohail, estuvo muy bien organizado. Ahora sí, la música.
Cuando accedí, por fin, al epicentro del festival, sobre el escenario estaban Magnum, un grupo que se mantiene activo desde hace más o menos el mismo tiempo que uno lleva en el mundo. Buen ambiente, entorno privilegiado, mucho público ya a esas horas y unas canciones bien interpretadas que le transportaban a uno hasta su primera juventud, época en la que el rock duro estaba en el centro de mi existencia. Magnum no fue una de mis bandas favoritas, aunque me atrajeron algunas piezas suyas como Don t wake the lion o When the world comes down. Los años no pasan en balde, pero fue gozoso comprobar que el cantante, Bob Catley, mantiene un buen tono vocal y posee la suficiente presencia escénica como para enganchar a una audiencia variopinta. Merecidos aplausos para ellos.
A continuación, una banda a la que hacía tiempo que quería ver actuar en directo: Opeth. El propio Mikael Akerfeldt reconoció que ellos no son precisamente una banda festivalera: lo suyo es un metal progresivo, denso, con piezas extensas y texturas musicales diversas y complejas. De hecho, su actuación dio para ocho canciones, cada una de un álbum distinto. Sonaron bien, su nivel como instrumentistas es alto, y supieron ganarse a la audiencia gracias a su potencia, su talento y las alusiones a la admiración que sentían hacia la estrella de la noche, Ritchie Blackmore. Prefiero a los Opeth de Heritage y los discos posteriores, pero Deliverance, la canción con la que los escandinavos dieron por finalizado su concierto, es un temazo de esos que uno escucha una y otra vez con admiración.
Y llegó el momento más esperado, cuando aún era de día: uno de los guitarristas verdaderamente legendarios de la historia del rock iba a aparecer ante miles de espectadores interpretando muchas de las canciones que le hicieron célebre. Recinto abarrotado y pelos como escarpias, oigan. Uno ya había perdido la esperanza de poder ver en directo al genial e imprevisible Blackmore. Cuatro conciertos tenía programados este año al frente de sus reformados Rainbow, y la organización del Rock The Coast se marcó el tanto de conseguir que uno de ellos fuese en su festival.
Y el mito apareció en escena, rodeado de la habitual parafernalia, para atacar Spotlight kid ante el aullido de miles de amantes del rock. Pueden decirse muchas cosas acerca de lo que representa Ritchie Blackmore para esta música, pero voy a hacerlo recordando algunas de las canciones en las que él ha sido parte fundamental y que no sonaron en la noche costasoleña: Highway Star, Speed king, Child in time, Space truckin´, Lazy, Strange kind of woman, Catch the rainbow, Temple of the king, Still I m sad, Kill the king, Gates of Babylon, Can´t happen here, Power, Death alley driver, Anybody there, Knocking at your back door… Lo que sí sonó fue una colección de himnos irrepetibles, coreados hasta la ronquera por el público: I surrender, Mistreated, Man on the silver mountain, Black night, Difficult to cure, Since you been gone, Stargazer, All night long, Burn, Long live rock & roll y, por supuesto, Smoke on the water, que puso el colofón a una noche que todos los presentes concebimos como única. No nos engañemos: los años y la artritis han hecho mella en Blackmore, que ya no es capaz de tocar su Stratocaster al nivel que le hizo leyenda, pero verle sobre el escenario, tocando sus grandes éxitos y muy lejos de mostrar su también legendario mal carácter, es algo que recordaré siempre. Porque además fue un gran concierto, gracias a los golpes de genio del guitarrista, que eso no se pierde, al talento de Jens Johansson a los teclados y, sobre todo, a la demostración de poderío vocal de Ronnie Romero, un cantante que, sobre todo en los temas más dramáticos, como Mistreated o Stargazer, logró que todo el Rock The Coast cayera rendido a sus pies. Romero vive en España, y aseguró que fue él quien convenció a su líder de que en pocos lugares encontraría una audiencia tan entregada como en nuestro país. Gracias también por eso, Ronnie.
Metido en mi particular nube blackmoriana, apenas presté atención al concierto de The Darkness, grupo que no me entusiasma. Cuando se planteaba la retirada, apareció en escena Michael Monroe, un cantante a quien un servidor había perdido la pista allá por los primeros años 90, y unos pocos acordes nos hicieron entender que lo mejor era quedarse. El finlandés ofreció un espídico concierto, se comió el escenario, bajó en repetidas ocasiones a darse un baño de multitudes con el público situado en las primeras filas y desplegó una energía inaudita para un señor de 56 años. Guitarrazos contundentes y chulería brutal. Créanme: Michael Monroe es como una Lola Flores del metal. Ni canta, ni baila, pero hay que verlo. Joder, si hay que verlo.
La música terminó, pero uno no podía dejar la Costa del Sol sin probar los típicos espetos y boquerones que son el sello distintivo de la gastronomía malagueña. Los del chiringuito La Cepa Playa están deliciosos, puedo asegurarlo.
Así empezó un concierto verdaderamente memorable:
Los Rainbow de 1977. Nivel Dios: