Reconozco que esos seres, tan abundantes entre mi especie, que creen haberle encontrado el sentido a algo que no lo tiene, cual es la existencia, me inspiran cierta ternura. No obstante, esos buenos sentimientos me duran sólo hasta que el espécimen iluminado en cuestión intenta hacerme partícipe de la buena nueva, de la Gran Verdad Revelada, de ese bálsamo de Fierabrás que salvará a la decadente especie humana de todos sus males. En ese punto, sólo contemplo dos opciones: librar para siempre al planeta de semejante mastuerzo, o recurrir a la mejor medicina que jamás se ha inventado: el sarcasmo. Como soy de natural cobarde, y las manchas de sangre en la ropa son bastante difíciles de eliminar, hasta ahora he escogido siempre la segunda opción, que tiene la ventaja de hacer cambiar los papeles y conseguir que, después de un lapso de tiempo que varía según el grado de tozudez del predicador, la Voz de la Sabiduría Alquilada (los iluminados son muy poco dados a parir algún pensamiento original o idea propia) abandone su beatífico rictus de superioridad y fantasee con exterminar a ese individuo refractario a las grandes verdades del Universo y, lo que es peor, que disfruta haciéndose el graciosillo. De entre la mucha gente detestable que pulula por la Tierra, quienes inventan paraísos merecerían un lugar especial en el Averno, y quienes les siguen, son el Averno mismo. Muchos no visten como curas, pero cuánto se les parecen.