THE SHAPE OF WATER. 2017. 125´. Color.
Dirección: Guillermo del Toro; Guión: Guillermo del Toro y Vanessa Taylor; Director de fotografía: Dan Laustsen; Montaje: Sidney Wolinsky; Diseño de producción: Paul D. Austerberry; Música: Alexandre Desplat; Dirección artística: Nigel Churcher; Diseño de vestuario: Luis Sequeira; Producción: J. Miles Dale y Guillermo del Toro, para Bull Productions-Double Dare You-TSG Entertainment-Fox Searchlight Pictures (EE.UU-Canadá).
Intérpretes: Sally Hawkins (Elisa Espósito); Michael Shannon (Strickland); Richard Jenkins (Giles); Octavia Spencer (Zelda); Michael Stuhlbarg (Dr. Hoffstetler); Doug Jones (La criatura); David Hewlett (Fleming); Nick Searcy (General Hoyt); Stewart Arnott, Nigel Bennett, Lauren Lee Smith, Martin Roach, Allegra Fulton, John Kapelos, Morgan Kelly, Marvin Kaye, Wendy Lyon.
Sinopsis: Elisa, una chica muda que trabaja en la limpieza de un centro de investigación del gobierno estadounidense, entabla una peculiar relación con una criatura anfibia capturada en Sudamérica.
La forma del agua es, hasta el momento, el mayor éxito en la carrera de Guillermo del Toro, cineasta mexicano especializado en el género fantástico que sucedió a sus compatriotas Iñárritu y Cuarón en la conquista de Hollywood. Del Toro la hizo a lo grande, logrando los Oscars a la mejor película y a la mejor dirección a lomos de una obra que, ni es la mejor de su filmografía, ni está destinada a pasar a la posteridad.
La magia visual de este cuento de hadas que navega a medio camino entre el homenaje a las monster movies de serie B de los años 50 y los cánones morales de la posmodernidad es indiscutible, pero el conjunto se resiente a causa de un guión mucho menos original y subversivo de lo que aparenta, pues lo que ha hecho Del Toro es algo más concreto que la obvia remisión al mito de la bella y la bestia: un lujoso remake de La mujer y el monstruo pasado por el tamiz ideológico de la progresía contemporánea. Lo que nos lleva al segundo pero: a fuerza de querer subvertir los estereotipos del Hollywood clásico, el director acaba cayendo en todos ellos, sólo que con los prejuicios morales sobre los protagonistas cambiados. A la hora de mostrar la historia de amor entre la limpiadora muda y la criatura (más o menos) anfibia, el enfoque de Del Toro es menos lírico y más burdo que el utilizado por Tim Burton en Eduardo Manostijeras, film en el que un romance estrambótico y un encendido elogio de la diferencia se mostraban con verdadera poesía, no sólo visual, sino también narrativa, que es el talón de Aquiles de La forma del agua. Llegados a este punto, a uno le da por preguntarse qué tiene de progreso el maniqueísmo inverso: si algo ha aportado la modernidad al pensamiento y al arte es el hacernos ver que, en la vida real, casi nada es blanco o negro, sino que en las personas, las sociedades y las formas políticas, en general predominan los distintos tonos de gris. Pues bien, lo que hace Guillermo del Toro es, simplemente, convertir a los buenos de antes en los malos de ahora, y viceversa. Con algo de trampa, además, porque sitúa la acción en plena Guerra Fría y con la sombra del maccarthismo planeando sobre toda la sociedad estadounidense, pero viéndola con ojos de hoy, sin tener en cuenta que, sobre el papel, las antagónicas ideas que defendían estadounidenses y soviéticos (que aquí, y esta es la trampa a la que me refería, son tan despiadados como hace setenta años, porque lo contrario significaba condenar al fracaso a la película en Norteamérica) eran loables, pues pretendían construir una sociedad mejor. Lo que hizo abominables, en mayor o menor medida, a ambos bandos, no era su visión del mundo, sino los inmorales métodos empleados para imponerla. Volviendo a la película, he de decir que la escena musical, esa ensoñación de la protagonista en la que ella y su amado se convierten en Ginger Rogers y Fred Astaire, se sumerge de lleno en el ridículo. En esa subversión de géneros en la que Lars Von Trier triunfó en Bailar en la oscuridad, mezclando el musical y la tragedia griega, Del Toro patina de manera estrepitosa al tratar de fusionar La mujer y el monstruo (las criaturas de ambos films son idénticas, por cierto) con las exuberantes coreografías del Hollywood dorado.
Todo lo expuesto es una verdadera lástima, porque en lo estético sí nos encontramos ante una obra maestra, dotada de una belleza visual y una imaginación que, pasados lustros desde las obras más inspiradas de Terry Gilliam y de los films rodados por Jeunet y Caro, sólo se encuentran ya en el cine de animación… y en Terrence Malick. Sin ambages: estamos ante una verdadera maravilla del arte cinematográfico, de tal intensidad que con su brillo consigue que en muchos momentos ignoremos la endeblez de la historia. La fotografía es excelente, el diseño de producción espectacular, la composición de las escenas es majestuosa, aunque se abuse del primer plano, y Alexandre Desplat es el mejor compositor de bandas sonoras quizá desde Ennio Morricone. Con todos estos elementos, Guillermo del Toro ha hecho una película que es un verdadero deleite para la vista, y también para los oídos, en especial cuando no hay diálogos que le impidan a uno dejarse llevar.
El trabajo del reparto merece también elogiosos calificativos: Sally Hawkins sale con mucha dignidad de la difícil tarea de ofrecer un amplio abanico emocional sin poder recurrir a la palabra, pero no es quien más destaca en el aspecto interpretativo. Ese reconocimiento debe quedar para ese gran actor que es Michael Shannon, que logra aportarle a su personaje una densidad superior a la que el guión le otorga, y para Richard Jenkins, magnífico en el papel del artista homosexual fracasado que es el único amigo de Elisa. No lejos de ellos se queda Michael Stuhlbarg, cuyo personaje es un disidente de ambos bandos que sufre la presión que eso conlleva. Bien Octavia Spencer como fiel amiga de la protagonista. A Doug Jones, la verdad es que el disfraz le deja transmitir más bien poco.
Después de ver La forma del agua, uno tiene claras dos cosas: que Guillermo del Toro posee la capacidad para dirigir una verdadera obra maestra del cine, y que esta vez se ha quedado más lejos de conseguirlo de lo que creyó la Academia de Hollywood.