EL DESENCANTO. 1975. 95´. B/N.
Dirección: Jaime Chávarri; Guión: Jaime Chávarri; Dirección de fotografía: Teo Escamilla y Juan Ruiz Anchía; Montaje: José Salcedo; Música: Franz Schubert; Producción: Elías Querejeta, para Elías Querejeta Producciones Cinematográficas (España).
Intérpretes: Felicidad Blanc, Juan Luis Panero, Leopoldo María Panero, José Moisés Michi Panero.
Sinopsis: Más de una década después de la repentina muerte del poeta Leopoldo Panero, su viuda y sus tres hijos recuerdan su figura y describen cómo fue su vida a partir del suceso.
La primera película importante de Jaime Chávarri, y todavía hoy la mejor de su extensa trayectoria, fue El Desencanto, un documental que lleva el sello de su productor, Elías Querejeta, y que explora el muy particular universo de la familia Panero en los años posteriores al fallecimiento del patriarca. Exitosa en su momento, a pesar de la censura, y hoy considerada como un título indispensable del cine español, esta obra se entiende como la crónica del hundimiento de una familia y, por extensión, de todo el régimen franquista.
Soy de los que piensan que la historia de cualquier persona, y desde luego de cualquier familia, merecería una película. De algunos de esos microcosmos surgen testimonios tan poderosos que, para obtener un resultado cinematográfico que es oro puro, sólo se precisa dejar que la cámara ruede mientras los retratados se expresan con total libertad. Perfecto ejemplo de ello es esta disección de los Panero, representados por cuatro personajes de lo más atípico. Para quienes lo ignoren, hay que decir que Leopoldo Panero fue, con permiso de Pemán, el poeta oficial del régimen fascista que lideró Francisco Franco durante casi cuatro décadas. Su temprano y repentino fallecimiento, a finales de agosto de 1962, marcó el inicio de una caótica espìral que la genética anunciaba a gritos y que los retratados exhiben sin ningún pudor ante las cámaras. Alcoholismo, enfermedades mentales y un odio no siempre soterrado entre los protagonistas forman un conjunto que, por momentos, y con la ayuda del insobornable blanco y negro que filman con mano diestra Teo Escamilla y Juan Ruiz Anchía, por entonces un operador novel que más tarde tendría una exitosa carrera en los Estados Unidos, parece una película de terror porque, parafraseando el título de la canción más célebre de Lou Reed, una entrevista con los Panero es un paseo por el lado salvaje de la vida.
La película se estructura en dos secciones a trío, circunstancia provocada por la nula relación que ya por entonces mantenían Juan Luis, el primogénito, y Leopoldo María, el segundo hijo nacido del matrimonio entre Leopoldo Panero y Felicidad Blanc. El primer trío lo forman ella y sus hijos Juan Luis y José Moisés, más conocido como Michi. El tono oscila entre lo amargo y lo distendido, porque la historia de los Panero es la de un desastre genealógico en toda regla que, por momentos, sus protagonistas consiguen tomarse con humor. Hablamos de una familia castellana acomodada y protegida por el régimen franquista, pero también de una herencia marcada por la locura y el alcoholismo que los tres hijos de Leopoldo Panero llevaron a su máxima expresión. La etílica, aguda y desordenada conversación inicial entre Juan Luis y Michi funciona como perfecta introducción a lo que veremos: vasta cultura que brota a borbotones y en la que se mezclan la lucidez y la nadería. Por aquí y por allá asoman los excesos de esta familia ilustre y patética, en palabras de Juan Bonilla. No obstante, el mayor de esos excesos se produce en algo tan humano como buscar culpables, escapatoria siempre presente pero que se acentúa en cuanto aparece en escena Leopoldo María, que en un principio no deseaba intervenir en la película y que termina por adueñarse de ella de un modo casi vampírico. Suyas son las frases más potentes, y a él se debe el giro visceral que con él adopta la película. La figura del patriarca ausente planea sobre cada frase: su viuda le acusa de haberla condenado a un papel de esposa y madre que la encorsetaba, mientras él ejercía cargos muy bien pagados y trasegaba whiskies sin freno junto a su gran amigo, el también poeta Luis Rosales, a quien Felicidad Blanc acusa prácticamente de haberle secuestrado al marido. No obstante, ella no saldrá indemne, ni de lejos: Leopoldo María, el más díscolo de los hijos, le dice del modo más directo que ella fue la principal causante de su desastre, que comenzó con sus escarceos con la clandestina izquierda radical y degeneró en una interminable peregrinación por prisiones y psiquiátricos. Su madre replica definiéndole como «la mayor complicación de mi vida». Juan Luis, que a la muerte del padre ejerció como sucesor del difunto, practica una atildada indiferencia respecto a su madre que casa muy bien con su permanente pose snob. Y Michi, en quien aún apreciamos rasgos de cordura y que añora de forma sincera los fugaces momentos de alegría vividos en el pasado, es paradójicamente quien remata a su madre al explicar la anécdota de los cachorros arrojados al río.
Al margen de la ya comentada excelencia de las imágenes filmadas por Escamilla y Anchía, es cierto que Jaime Chávarri debía hacer poco, como también lo es que ese poco lo hace muy bien. Diseccionando a una poderosa familia del recién extinto franquismo, el director (y Querejeta, mediante él) ajusta cuentas con un pasado gris que frustró las esperanzas de millones de españoles en un período clave de la historia reciente a fuerza de represión ideológica y de dotar de un poder omnímodo a la Iglesia. Esa disección funciona gracias a unos personajes que se lanzan a tumba abierta unos contra otros… dejando un poco favorecedor retrato de sí mismos. Por entonces, Leopoldo María era el más reconocido de todos los hermanos en el ámbito literario, circunstancia que se vio alterada años más tarde en favor de su hermano mayor. Michi ni siquiera dejó una obra a la posteridad, lo que quizá le confirma como el más lúcido de la familia, porque de los Panero se ha hablado mucho, gracias sobre todo a esta película; se ha escrito mucho también, porque la cultura y la locura mezcladas con tanta fuerza son un juguete muy solicitado por biógrafos y apologetas del malditismo, pero es un hecho que a los Panero se les ha leído, y se les lee, poco. Que ello sea justo o injusto es tema para otra reseña, como lo son también las alusiones a la continuación de esta película que filmó Ricardo Franco ya en los años 90. Aquí se trata de comentar una película de un enorme valor testimonial y cinematográfico, que sigue tan viva como cuando se rodó y ofrece uno de los retratos familiares más descarnados que se hayan visto en la gran pantalla. Aún hoy, El desencanto remueve a quienes la ven, incluso si no saben quiénes fueron los Panero, poseen un bagaje cultural limitado o simplemente no conocieron el franquismo. Por ello, y en una frase: de lo mejor del cine español.