Después de unos años marcados por las polémicas arbitrales, la noticia de la Copa del Rey del curso baloncestístico 2019-2020 ha sido el dominio absoluto de un Real Madrid que ha exhibido un nivel de juego que no se veía en estas latitudes desde hace bastante tiempo. Es cierto que el Barcelona, único equipo capaz de cuestionar la superioridad blanca y vigente campeón, se borró de la Copa en un partido lamentable, en el que lanzó nada menos que 43 triples y mostró las carencias de una plantilla construida con más talonario que criterio, pero es innegable que el Madrid, después de superar en cuartos a un Bilbao desacomplejado y acertadísimo, borró de la pista al Valencia, verdugo del Barcelona, y culminó la faena convirtiendo en pesadilla el sueño de Unicaja de conseguir su segundo título copero en su pabellón. Podrá decirse que el rendimiento de sus jugadores estadounidenses es irregular, que Llull no ha vuelto a ser el que era desde su grave lesión, que el relevo de estandartes como el propio Sergi, Carroll, Rudy o el capitán Felipe Reyes no va a ser fácil, que los jóvenes que suben están aún muy verdes o que la abuela fuma Celtas, pero la verdad es que el equipo merengue lleva años respondiendo de fábula en las citas importantes y que su estancia en Málaga ha sido un paseo militar. Bajo la batuta de un magistral Campazzo, el Real Madrid, que ya no es aquel monotemático equipo de los primeros años de la era Laso que sólo entendía de correr y tirar de lejos, ha ganado algo más que una Copa. Faltan por decidirse los dos títulos más importantes, pero los blancos han dejado claro que tienen hambre, que su defensa está a la altura de las mejores de Europa y que, jugando a su mejor nivel, en España son un equipo imbatible. Salvo que el Barcelona consiga que sus muchas figuras sean capaces de jugar en equipo de aquí a final de temporada, parece que sólo la Euroliga puede resistirse a acabar en las vitrinas merengues al final de esta temporada. Lo de Málaga ha sido una demostración de poderío en toda regla.