WAKE IN FRIGHT. 1971. 106´. Color.
Dirección: Ted Kotcheff; Guión: Evan Jones, basado en la novela de Kenneth Cook; Dirección de fotografía: Brian West; Montaje: Anthony Buckley; Música: John Scott; Dirección artística: Dennis Gentle; Producción: George Willoughby, para NLT Productions-Group W Films (Australia).
Intérpretes: Gary Bond ( John Grant); Donald Pleasence (Dr. Tydon); Chips Rafferty (Jock Crawford); Sylvia Kay (Jannette Hynes); Jack Thompson (Dick); Peter Whittle (Joe); Al Thomas (Tim Hynes); John Meillon (Charlie); John Armstrong, Slim De Grey, Maggie Dence, Norman Erskine, Tex Foote, Nancy Knudsen, Colin Hughes, Harry Lawrence, Bob McDarra.
Sinopsis: En su camino hacia Sidney, un profesor de la Australia rural llega a un pueblo minero en el que ha previsto pernoctar. Pasan los días, y las circunstancias y el propio declive personal del maestro se confabulan para que permanezca en el lugar.
Años antes de establecerse en los Estados Unidos y de trufar su filmografía de prescindibles productos comerciales, el canadiense Ted Kotcheff dirigió una película muy estimable que, para su desgracia, pasó prácticamente desapercibida en el momento de su estreno. Los elogios de algunos tótems de la cinefilia, como Martin Scorsese, contribuyeron a que Despertar en el infierno fuese restaurada, y por ello susceptible al aprecio de las nuevas generaciones de aficionados al séptimo arte. El mío, por supuesto, ya lo tiene.
A veces, tampoco demasiadas, sucede que una película muy de su tiempo envejece bien. Es el caso de Despertar en el infierno, que posee un discurso misántropo muy actual. El guión, basado en una novela de Kenneth Cook, navega entre Thomas Hobbes y Malcolm Lowry (hay mucho de Bajo el volcán en esta historia de degradación de un hombre culto metido en un entorno brutal) trasladando la acción al inmenso desierto australiano, lugar al que la civilización ha llegado a duras penas. En la introducción, el director recurre al gran angular para mostrar lo que va a explicarnos acto seguido: la insignificancia del ser humano frente la enormidad de un paisaje en el que la vida no es precisamente fácil, con grandes extensiones de terreno deshabitadas y unas condiciones climáticas (el calor es uno de los personajes más importantes de esta película sucia, casi viscosa) que en nada favorecen el desarrollo humano.
Ubicado el espectador, conocemos al protagonista, un joven maestro que da clases en la zona contra su voluntad y que quiere aprovechar las inminentes vacaciones escolares para viajar a Sidney y reencontrarse allí con su novia. Es un hombre culto que se cree, sin duda, superior a los lugareños: en el tren que marca la primera etapa de su viaje, el profesor permanece ajeno a la entusiasta cantinela de un grupo de hombres maduros, y rechaza su invitación de tomarse una cerveza con ellos. Al llegar a su primer destino, la ciudad minera de Bundanyabba, el maestro acepta en cambio la hospitalidad del jefe de policía del lugar, no sin haber contrastado sus distintos pareceres sobre la vida en esas tierras (el uniformado explica al elegante turista que en la ciudad se cometen muy pocos delitos, aunque hay algunos suicidios, a lo que éste responde que esa es una buena manera de salir de ella) después de haber alquilado una habitación para una noche en un hotel en el que la recepcionista combate el tremendo calor con una pose mitad provocativa y mitad patética. En los pocos locales de esparcimiento que existen, los hombres se amontonan cual jauría y beben cerveza como si no hubiese un mañana. Tampoco hay mucho más que hacer, salvo apostar: el recién llegado entra en el juego, y lo hace con éxito, ganando una pequeña fortuna con sus primeras apuestas. Una vez de regreso a su hotel, el profesor comprueba que le falta muy poco para reunir la cantidad que le permitirá liberarse de la deuda con el Gobierno que le obliga a dar clases en zonas remotas, y comete el tremendo error de regresar al local de apuestas. Al principio, fue la codicia.
La película es la crónica de un gradual embrutecimiento llevado a las últimas consecuencias: una vez que se ha quedado sin blanca, el protagonista depende para sobrevivir de la alcohólica hospitalidad de los lugareños; poco a poco, iremos descubriendo que su porte distinguido es sólo una máscara, y que su verdadera naturaleza no es menos brutal que la de unos seres primarios, violentos y ahogados en cerveza. Si ya hemos explicado el efecto que se busca crear con los planos rodados en exteriores, con los de interior la idea es más bien la contraria: fotografía saturada, abundancia de primeros planos y, en consonancia con la degradación del protagonista, que acaba viviendo en la cabaña de Tydon, un médico alcoholizado, unos encuadres cada vez más alucinados, recurriendo a un montaje casi epiléptico cuando se trata de recrear los delirios etílicos de quien termina por revolcarse gustoso en la ciénaga moral de los más degenerados habitantes de Bundanyabba. Sin dinero, te sobra la distinción; con mucho alcohol en el cuerpo, te sobran las formas (simbolizadas en el paulatino desaliño indumentario del protagonista y en su renuncia a los libros); en plena cuesta abajo sin frenos, no es difícil llegar a pensar que quien sobra eres tú mismo. Kotcheff, que sentido del ritmo siempre tuvo, sumerge al espectador en un mal viaje lleno de aciertos, en la narrativa y en la estética.
Encarna al protagonista un intérprete, Gary Bond, cuya carrera como actor se desarrolló fundamentalmente en la televisión y que tiene un parecido notable con Peter O´Toole, un tipo al que esta historia le venía como anillo al dedo. Bond no es el protagonista de Lawrence de Arabia, pero por momentos llega a parecérsele en algo más que en el rostro. El más célebre del reparto es uno de mis actores secundarios favoritos de todos los tiempos, Donald Pleasence, un tipo que incluso en los muchos bodrios que rodó en su vida actuaba bien. Aquí, hace bastante más que eso: su personaje es el cuervo negro que anuncia al protagonista su caída, y quien le acompaña una vez ésta se ha producido. Todo esto lo hace con una convicción admirable. Del resto, destacar al noble y socarrón Chips Rafferty, a una Sylvia Kay cuyo personaje muestra la degradación desde el punto de vista femenino, y sobre todo a Jack Thompson, actor de calidad que interpreta a un auténtico hombre salvaje. En la escena de la cacería de canguros, sin duda uno de los momentos más intensos de la película, Thompson da lo mejor de sí mismo siendo tan excesivo como se debe ser, pero ni un milímetro más.
Gran, y desazonante, película, que gustará a quienes disfrutaron de films mucho más célebres en su época, como Perros de paja o Defensa, y que muestra que, como especie, y salvando unas pocas y loables excepciones, es mejor, para nosotros mismos y para los demás, que lo que guardamos dentro se quede siempre ahí.