KAWAKI. 2014. 118´. Color.
Dirección: Tetsuya Nakashima; Guión: Miako Tadano, Nobuhiro Monma y Tetsuya Nakashima, basado en la novela de Akio Fukamachi; Dirección de fotografía: Shoichi Ato; Montaje: Yoshiyuki Koike; Música: Yoko Kanno (Canciones); Diseño de producción: Hisayuki Kobayashi y Toshiharu Nakamae; Producción: Satomi Odaka y Yutaka Suzuki, para GAGA-GyaO-Licri-Tsutaya (Japón).
Intérpretes: Koji Yakusho (Akikazu Fujishima); Nana Komatsu (Kanako Fujishima); Satoshi Tsumabuki (Detective Asai); Hiroya Shimizu (Narrador); Fumi Nikaido (Nami Endo); Ai Hashimoto (Emi Morishita); Jun Kunimura (Dr. Tsujimura); Joe Odagiri (Detective Aikawa); Miki Nakatani (Rie Azuma); Aoi Morikawa (Tomoko Nagano); Mahiro Takasugi (Matsunaga); Munetaka Aoki, Asuka Kurosawa, Hiroki Nakajima, Hitoshi Oshino.
Sinopsis: Un ex-policía, alcohólico y violento, investiga la desaparición de su hija adolescente. A medida que avanza en sus pesquisas, descubre que la vida de la joven, en apariencia modélica, era de lo más turbia.
El nombre de Tetsuya Nakashima era conocido por el sector más curioso de la cinefilia mundial por ser el responsable de, al menos, un par de películas muy bien consideradas por quienes siguen de cerca las obras de los directores japoneses contemporáneos. Lo que hizo Nakashima con El mundo de Kanako fue dar un giro a su trayectoria anterior, que fue bien acogido en festivales como Sitges pero que, más allá del impacto inicial, dejó en mayoría a quienes creen que la apuesta del cineasta nacido en Fukuoka resultó fallida, o en todo caso generó un producto de calidad inferior a la de sus films inmediatamente anteriores.
Poder resumir una película con una sola palabra facilita mucho las cosas a quienes empleamos parte de nuestro tiempo en comentarlas, pero no creo que ese esquematismo vaya a favor del film en cuestión. En el caso de El mundo de Kanako, la palabra que lo define todo no es otra que exceso. Desconozco por completo la novela en la que se basa el guión, pero lo que ofrece Nakashima al público es una copia no especialmente lograda, salvo en algunos instantes puntuales, de los films de Quentin Tarantino, o más bien, la película que haría Takashi Miike completamente pasado de anfetaminas. El despiporre es mayúsculo: acoso escolar, tráfico de drogas , prostitución de menores, corrupción policial, violación, yakuzas, violencia extrema, la obra más conocida de Lewis Carroll como metáfora y hasta reminiscencias de la trama argumental de Twin Peaks. ¿Y cómo nos sirve Nakashima semejante cóctel de alegría y diversión? Pues con la mayor cantidad de planos que uno haya visto en un film japonés (y casi mundial), opción estética que en general me resulta indigesta y que, en la escena del fiestón al que Kanako invita a su desvalido enamorado, llega a producir mareo. Hay guiños al manga, y algunas soluciones visuales imaginativas (véase la cruenta escena en la que unos jóvenes gángsters ajustan cuentas con el protagonista en un lóbrego callejón), pero el montaje epiléptico y los continuos saltos en el tiempo generan confusión y sólo demuestran que el impacto de Quentin Tarantino en el cine de nuestro tiempo ha sido tan grande que le ha hecho pasar de imitador (su afición por las películas setenteras de yakuzas ya era conocida mucho antes de Kill Bill) a imitado (los mencionados saltos en el tiempo, el modo de mostrar la violencia, los propios títulos de crédito iniciales, el uso de las canciones para ilustrar la historia), y que estamos ante una película que, ante la duda, siempre escoge la opción más efectista.
Hay que señalar, siendo justos, que la premisa narrativa es interesante: tenemos a un protagonista cuyo lugar natural en el mundo debería oscilar entre la cárcel y el manicomio, que es informado por su ex-mujer de que la hija de ambos, Kanako, una adolescente en apariencia modélica, lleva unos días desaparecida. El hombre, un ex-policía al margen de la sociedad, se autoencomienda la misión de aclarar el suceso, que adquiere tintes turbios cuando los progenitores descubren que el bolso de la muchacha esconde un llamativo cóctel de psicotrópicos. Esa belleza de oscura doble vida nos hace recordar a Laura Palmer (o incluso Hardcore, esa gran película de Paul Schrader); en efecto, el progresivo descubrimiento de que Kanako es un demonio con cara de ángel genera momentos muy interesantes. Lo que ocurre es que Nakashima y sus guionistas plantean la ecuación como un revoltijo de situaciones cada vez más inverosímiles, y el resultado genera más estupefacción que intriga. Por seguir por la senda del exceso, decir que a la película le sobra metraje, sensación amplificada a la vista de un final forzado e insatisfactorio. En toda la película, de discurso tan sombrío que acaba por ser grotesco, no hay un solo personaje con el que el espectador pueda sentirse identificado, pues todos representan lo peor del ser humano, ya sea de una pieza, o sólo en defectos puntuales. Me gusta el modo en el que se describe a Kanako como ineludible polo de atracción para quienes se acercan a ella, y cómo la joven se va revelando de forma paulatina como un ser absolutamente desalmado, pero al final el despropósito visual y narrativo es tan grande que esa fuerza se pierde entre tanta artificiosidad.
Koji Yakusho, que interpreta un papel que viene a ser un Torrente nipón sin pizca de gracia (a El mundo de Kanako, en general, le falta sentido del humor), recibió el premio al mejor actor en Sitges por este trabajo, pero he de decir que a este notable actor le he visto mejor en otras ocasiones, pese a que su interpretación es esforzada y de buen nivel. Creo que la labor del reparto es uno de los puntos fuertes de la película, pues Nana Komatsu da muy bien el tipo de perversa criatura de maneras angelicales, Hiroya Shimizu plasma bien el desamparo de su personaje y el resto de actores jóvenes dan bastante juego. En cambio, la actuación de los dos actores que interpretan a los detectives, Satoshi Tsumabuki y Joe Odagiri, me parece floja, en especial en el caso del primero de ellos. Miki Nakatani, que da vida a un personaje clave en la trama, raya a bastante más altura que los mencionados.
En resumen, un desfase, que se ve y se olvida con rapidez. Aunque William Blake dijera lo contrario, el camino del exceso no siempre lleva a la sabiduría.