EL REINO. 2018. 131´. Color.
Dirección: Rodrigo Sorogoyen; Guión: Isabel Peña y Rodrigo Sorogoyen; Dirección de fotografía: Álex de Pablo; Montaje: Alberto del Campo; Música: Olivier Arson; Dirección artística: Miguel Ángel Rebollo; Producción: Mercedes Gamero y Mikel Lejarza, para Atresmedia- Tornasol Films-Trianera Producciones Cinematográficas-Bowfinger International Pictures (España).
Intérpretes: Antonio de la Torre (Manuel López Vidal); Mónica López (Inés); José María Pou (Frías); Bárbara Lennie (Amaia Marín); Luis Zahera (Cabrera); Nacho Fresneda (Paco); Ana Wagener (La Ceballos); Francisco Reyes (Rodrigo Alvarado); María de Nati (Nati); Paco Revilla (Fernando); David Lorente (Gallardo); Sonia Almarcha, Andrés Lima, Óscar de la Fuente, Laia Manzanares, Mona Martínez, Petón, Carlos Heredia.
Sinopsis: Un alto cargo autonómico cae en desgracia cuando estalla un caso de corrupción que le salpica directamente.
La mejor película española estrenada en 2018 fue, con bastante diferencia sobre las demás, El reino, retorno al largometraje de Rodrigo Sorogoyen tras la magnífica Que Dios nos perdone y el afortunado paréntesis que supuso para el director madrileño la carrera internacional de su corto Madre. El reino, que es un afilado thriller sobre la eterna corrupción política en España, ganó hasta siete Goyas, aunque no el más preciado de ellos, que fue a parar a un film más buenrollista.
Hubiera sido fácil hablar de la corrupción política desde el punto de vista de quienes la combaten, pero Sorogoyen y su guionista de cabecera, Isabel Peña, escogieron plantear la cuestión desde la perspectiva de un político corrupto. Pero no de uno cualquiera, sino de quien, una vez estallado el caso, es escogido por los dirigentes de su partido para ser el chivo expiatorio de cara a la opinión pública, es decir, quien debe cargar con las consecuencias sociales y penales de un escándalo que afecta a la cúpula de uno de los dos partidos sistémicos de este país. La tensión explota cuando el señalado se niega a aceptar su papel y amenaza con hacer estallar una formación política que lleva décadas consagrada al saqueo sistemático de las arcas públicas. Aquí reside el punto más irreal, y por tanto criticable, de la película: en el mundo que conocemos, nadie es tan osado como el protagonista de El reino, en buena parte porque los verdaderamente poderosos saben tratar con generosidad incluso a sus cabezas de turco, o al menos tienen la habilidad suficiente para conseguir que éstas permanezcan mudas. Ocurre, eso sí, que estaríamos hablando de otra película, en la que quizá Sorogoyen no podría llegar a lo que quiere, que no es otra cosa que explicar la corrupción de todo un sistema, no de un puñado de garbanzos negros que manchan el nombre de tantos políticos honrados, como falsamente se nos intenta hacer creer. Manuel López Vidal es uno de tantos, sólo que ha llegado más alto que la mayoría, ha aprendido a codearse con los peces gordos y comparte con ellos una característica, el desmesurado ego, que será la que precipite su caída en desgracia. En unos pocos días, Manuel pasa de ser el designado para ocupar el máximo cargo autonómico del partido a convertirse en un apestado. El guión muestra esta metamorfosis en toda su crudeza, y se centra, por un lado, en mostrar cómo ese cambio de estatus altera la mente del personaje y su modo de vida, y por el otro en narrar el desarrollo del cada vez más cruento pulso entre Manuel y los líderes de su partido. A estas alturas, imagino que ya ha quedado claro que de este modelo de película encontramos muchos más precedentes en el cine estadounidense que en el español, donde incluso los muy rojos se cuidan mucho de meterse en determinados jardines. Lo bueno es que Sorogoyen factura una excelente película norteamericana, en la que el ritmo es vibrante, el tono sombrío y los personajes, fácilmente reconocibles. Es evidente que el modelo del que se parte es el PP valenciano, perfecto ejemplo de cómo se organizan en España esas mafias políticas regionales que han funcionado y funcionan de manera parecida, aunque a veces con siglas diferentes, en la Comunidad de Madrid, Cataluña, Galicia o Andalucía, por poner los ejemplos más llamativos y costosos para el erario público. A partir de ahí, Sorogoyen no deja títere con cabeza: empresarios que se han forrado a fuerza de nadar con estilo en el chusco lodazal de las corruptelas patrias, periodistas comprados, jueces estrella que desembarcan en la alta política para que se pueda vender con más facilidad la imagen de regeneración que viene detrás de cada gran escándalo, presentadoras estrella que no son más que animales exóticos enjaulados… en definitiva, la gran mierda en la que este país lleva inmerso desde la noche de los tiempos, sólo que adaptada a la posmodernidad y vista desde un ángulo excepcionalmente inspirado.
A lo largo de los años, Sorogoyen se ha rodeado de un equipo técnico fiel y solvente que hace que sus obras sean muy disfrutables también en lo visual. Suele suceder que el cine comprometido patrio sea técnicamente endeble, o que se limite a ser funcional, lo que, unido a la simpleza de su discurso, hace que muchas veces resulte ineficaz. Nada de eso sucede aquí: el director posee verdadero talento, e incluso se permite virguerías como el largo plano-secuencia que ilustra el accidentado periplo andorrano de Manuel. La fotografía es una fantástica muestra de cómo Álex de Pablo ha crecido de la mano de Sorogoyen, el montaje acaparó premios con toda justicia… como defecto en la parte técnica, me permito decir que se hace una utilización abusiva de la música electrónica, por otra parte notable, de Olivier Arson. Esto, que se entiende bien en las escenas de más acción, no se justifica tanto en otras de corte más íntimo.
Los múltiples elementos destacables que hay en El reino perderían fuerza si la labor del reparto no estuviera a la altura, pero eso es difícil que ocurra cuando escoges como protagonista a Antonio de la Torre, un gran actor que está presente en la práctica totalidad de las obras mayores que ha dado el cine español en esta década, lo cual dudo que sea producto de la casualidad. El actor malagueño consigue reflejar a la perfección el empecinamiento de su personaje en no ser arrojado al vacío mientras el resto de la tripulación sigue pasándolo en grande, en no ser quien pague para que todo siga igual, pero sin él. En las escenas de mayor peso en la trama, Antonio de la Torre da lo mejor de sí mismo: ahí están ese impagable diálogo en el balcón junto a un Luis Zahera que le da una gran réplica, o esa contundente entrevista televisiva final frente a una Bárbara Lennie en cuyo personaje cuesta poco reconocer a Ana Pastor. José María Pou aporta presencia y calidad, como siempre, Mónica López es una actriz sobria y de alto nivel, y Ana Wagener otra de las buenas noticias de la película en una parte actoral en la que los trabajos de Nacho Fresneda, Francisco Reyes y Paco Revilla están un escalón por debajo de los anteriormente nombrados, aunque por encima del desempeño de los jóvenes actores que aparecen en la escena de la fiesta andorrana.
Decir que El reino es la película que había que hacer sobre la corrupción política en España es decir lo correcto. No sólo por su valor testimonial, o séase, por lo que dice, sino también por su excelente calidad cinematográfica. Una de las grandes películas españolas del siglo XXI, en opinión de quien esto escribe. No me importa repetirme: Rodrigo Sorogoyen es muy, muy bueno.