ARREBATO. 1979. 105´. Color.
Dirección: Iván Zulueta; Guión: Iván Zulueta; Dirección de fotografía: Ángel Luis Fernández; Montaje: José Luis Peláez; Música: Negativo; Decorados: Carlos Astiárraga, Eduardo Eznarriaga e Iván Zulueta; Producción: Nicolás Astiárraga, para Nicolás Astiárraga Producciones Cinematográficas (España).
Intérpretes: Eusebio Poncela (José Sirgado); Cecilia Roth (Ana); Will More (Pedro); Marta Fernández Muro (Marta); Helena Fernán-Gómez (Gloria); Carmen Giralt (Tía Carmen); Luis Ciges, Antonio Gasset, Max Madera, Teresa Fernández Muro, Javier Ulacia, Pedro Almodóvar, .
Sinopsis: Un director de cine regresa a Madrid después de finalizar el rodaje de su segunda película. El retorno implica tener que enfrentarse a sus demonios, contra los que el remedio podrían ser unas cintas que le ha enviado un joven devoto del cine al que conoció tiempo atrás.
Si hacemos una clasificación de las películas de la historia del cine español más veces definidas como malditas, es muy probable que Arrebato, el film que enterró la carrera como director del donostiarra Iván Zulueta, la liderara con cierta holgura. Esta obra experimental, una verdadera rareza en una cinematografía dominada por las películas del destape y las que buscaban reformular la historia reciente del país ya sin el yugo de la censura, gustó a muy pocos de los que la vieron en su estreno y quedó olvidada hasta que, lustros después, su recuperación atrajo a numerosos cinéfilos, que la consideran una de las escasas películas verdaderamente rompedoras de nuestro cine.
Pienso que tanto quienes alaban el segundo (y último) largometraje dirigido por Zulueta, como quienes consideran que estamos ante uno de los mayores ejercicios de ombliguismo jamás vistos en la cinematografía española, tienen su parte de razón. Arrebato es más una experiencia que una película, y tanto sus virtudes como sus defectos asoman con una infrecuente pureza. Zulueta nos habla del cine como experimentación con las imágenes y los sonidos, pero también como vampiro que, para darle a quienes lo hacen ese éxtasis de inspiración por el que los más devotos matarían, exige sumisión absoluta. Se trata, en todo caso, de una autobiografía mucho más sincera de lo habitual, porque lo que en realidad era Zulueta se encuentra en los dos principales personajes masculinos. José Sirgado es un director de cine, especializado en el género de terror, que está insatisfecho con su segunda película, cuyo rodaje acaba de concluir. Después de pasar por la sala de edición y dejar al descubierto sus inseguridades, José conduce a través de una Gran Vía llena de cines, en la que los reestrenos de algunos clásicos imperecederos se codean las últimas novedades de la cartelera. A él le espera otra realidad: las dudas sobre una película que está lejos de colmar sus expectativas, la presencia de Ana, la actriz que protagonizó su ópera prima y se convirtió en su pareja, a la que quiere dejar, y la heroína, su refugio frente al abismo entre lo real y lo soñado. También aparece una novedad: Pedro, un joven obsesionado con filmar pequeñas películas en Super 8, le ha enviado su último trabajo, que además viene con manual de instrucciones en forma de cinta de audio. Pedro, el fanático del cine, le habla a José, a quien apenas vio un par de veces en la residencia campestre del joven, porque ve en él a un alma gemela. También le habla al espectador, para hacerle partícipe del desafío que supone hacer cine para quienes se acercan a él con el propósito de crear arte. En la película, que en esto también es autobiográfica, hay barra libre de psicotrópicos, cuyos efectos desconozco en primera persona, pero estoy con Zulueta en que el cine es la mejor droga que existe. Por eso, en estos tiempos infames, no deseo escribir sobre otra cosa. La mirada de la película, eso sí, no es la del espectador, sino la del autor que ansía convertir sus anhelos en imágenes imborrables, que berrea y se retuerce cuando ve que sus obras están lejos de llegar al eureka, a ese punto de perfección que provoca el éxtasis del creador, y que se revuelve contra sí mismo a causa de su volubilidad, sus desvaríos y su inclinación a sumergirse en los placeres terrenales en lugar de consagrarse por entero a su obra. El cine es, por tanto, una vampiresa que todo lo exige. Por todo ello, y por su magnífico final, uno entiende a los feligreses de Arrebato.
Sin embargo, a este experimento sobre el cine se le ven en muchos instantes las costuras. El final justifica muchas cosas, pero es de justicia reseñar que, hasta llegar a él, el director alarga en exceso algunas situaciones y parece olvidar que tanta voz en off agota. Al margen de extravagancias como doblar a un personaje femenino con la voz de un tal Pedro Almodóvar, varias de las escenas en las que ese obseso del cine, y tocayo del director manchego, narra sus abigarradas experiencias extracinematográficas son redundantes. Además, la experimentación con las imágenes no oculta algunas carencias técnicas, probablemente provocadas por la incapacidad de Zulueta para ceñirse al plan de rodaje y al presupuesto previstos, Por decirlo de forma más breve, las imágenes que revelan talento se alternan, en ocasiones sin apenas distancia temporal, con otras más propias de un aficionado. Se echa en falta que alguien pusiera algo de orden en el pasote general, como hace en la película el montador interpretado por uno de mis críticos favoritos, Antonio Gasset. Y aunque, en general, la mezcla entre el cine de terror y el drama intimista funciona, en la manera en que esto se hace a través de los sonidos compuestos por el grupo Negativo se alternan igualmente los aciertos con redundancias y errores.
También en las interpretaciones se echa en falta un mayor control de la situación por parte del director. Eusebio Poncela está muy bien porque es un excelente actor que, además, reunía las características adecuadas para entender al personaje de José Sirgado. En cambio, a Cecilia Roth la veo excesiva y un tanto desubicada. Por lo que respecta a Will More, su espectral presencia no oculta sus limitaciones interpretativas. El resto de actores intervienen poco, aparecen mucho más en los márgenes que en el meollo del relato, que es lo que concentra todo lo interesante, y en algunos casos dan la impresión de no estar ni siquiera al tanto de lo que se cuece.
Ni obra maestra, ni experimento fallido, sino todo lo contrario. Arrebato es un manjar de complicada digestión, limitado a quienes, más que ceñirse a verlo, sienten el cine. Los demás, tendrán la misma reacción ante la película que la que tiene Ana al ver la obra cumbre de Pedro, y no una parecida a la que tiene José. Una obra única, en todo caso.