DEAD POETS SOCIETY. 1989. 124´. Color.
Dirección: Peter Weir; Guión: Tom Schulman; Director de fotografía: John Seale; Montaje: William Anderson; Música: Maurice Jarre; Diseño de producción: Wendy Stites; Dirección artística: Sandy Veneziano; Producción: Steven Haft, Paul Junger Witt y Tony Thomas, para Witt/Thomas Productions-Silver Screen Partners IV-Touchstone Pictures (EE.UU.).
Intérpretes: Robin Williams (John Keating); Robert Sean Leonard (Neil Perry); Ethan Hawke (Todd Anderson); Josh Charles (Knox Overstreet); Gale Hansen (Charlie Dalton); Dylan Kussman (Richard Cameron); Allelon Ruggiero (Steven Meeks); James Waterston (Gerard Pitts); Norman Lloyd (Mr. Nolan); Kurtwood Smith (Mr. Perry); Alexandra Powers, Carla Belver, George Martin, Leon Pownall, Matt Carey, Melora Walters.
Sinopsis: La llegada a un elitista instituto estadounidense de un profesor de Literatura amigo de renovar los métodos didácticos provoca un despertar en muchos de sus alumnos.
Peter Weir se recuperó del fracaso de su segunda película norteamericana, La costa de los mosquitos, con El club de los poetas muertos, film de iniciación adolescente que no sólo se convirtió en uno de los grandes éxitos del realizador australiano, sino que permanece como uno de los títulos más emblemáticos de los 80, elevado a una condición de clásico de la cultura popular en principio reservada para obras de vocación más mayoritaria. Lo cierto es que Weir se apuntó un triunfo sin paliativos, tanto de crítica como de taquilla.
El film parte de un guión, escrito por Tom Schulman, que sitúa la acción en un año, 1959, que para los Estados Unidos supuso en muchos aspectos el anuncio de un cambio de era, y en un instituto de bachillerato, el Welton, edificado bajo las directrices de los colegios victorianos más estrictos. Para que lo tengamos claro desde el principio, la película comienza con la ceremonia de apertura del curso escolar, un solemne acontecimiento de exaltación de los cuatro pilares de la escuela (tradición, disciplina, honor y excelencia), rematado con el discurso del director, un individuo de aspecto siniestro. Todo huele a rancio en esa presentación. Y el encargado de airear la zona será el nuevo profesor de Literatura inglesa, John Keating, un antiguo alumno del instituto que, en su época de estudiante, formó parte del Club de los poetas muertos, sociedad clandestina que se reunía en una cueva para recitar poesías, exponer a los demás miembros la obra artística propia, fumar, beber alcohol y, en definitiva, aparcar por unos momentos la férrea disciplina reinante y dedicarse a saborear las cosas buenas de la vida. Los innovadores métodos didácticos de Keating (que, por otra parte, lo tiene muy fácil para ser un revolucionario, porque en Welton se les enseñan a los alumnos gilipolleces tan grandes como que el valor de un poema puede determinarse con un gráfico) sirven pronto de inspiración a un puñado de muchachos ansiosos de libertad, que reciben como maná caído del cielo los cantos que el nuevo profesor hace al disfrute del momento y a la fugacidad de la vida. Esos chicos deciden refundar el Club, pero la Familia y la Escuela, en sagrada unión, se aliarán para devolver al redil a las ovejas descarriadas.
La cosa es que a la película se le va la mano en lo que se refiere a la manipulación emocional del espectador. Que la sociedad adulta es castradora uno ya lo intuía cuando vio por primera vez la película, con la misma edad que los muchachos que la protagonizaban, y lo sabe bien varias décadas después. Sin embargo, la ausencia de matices hace que el maniqueísmo se apodere de la función: salvo Keating, los adultos forman un granítico engranaje represor en el que se echa en falta una mayor complejidad: esta es una película hecha para la adolescencia, la etapa de la vida arrogante por antonomasia, y en el perfil de los adultos falta un elemento esencial de esa edad, que no es otro que el sentido práctico, es decir, el nombre bonito que suele utilizarse para obviar la palabra exacta: resignación. Esta falta de agudeza en el matiz hace que el desarrollo de la trama sea previsible, pese a que, salvo el topicazo que supone el romance entre el letraherido Knox Overstreet y la buenorra del instituto, el interés de la historia es tal que el caramelo envenenado que contiene se digiere de maravilla. Y buena culpa de ello la tiene Peter Weir, que exhibe la nunca suficientemente elogiada virtud de hacer muy buen cine a partir de una historia literaria hasta la médula, sin conformarse con ser un mero ilusdtrador plano de una historia en la que mandan las palabras. El poder de las imágenes, ya patente desde que al inicio se muestra el paisaje otoñal de los exteriores del instituto Welton y el vuelo de la bandada de pájaros, alcanza proporciones exquisitas cuando se ilustra la primera escapada de los alumnos a la cueva que sirve de lugar de encuentro del Club, convertida por obra y gracia del talento del director en una ceremonia iniciática plagada de imágenes oníricas de singular belleza, en las que también la presencia de dos colaboradores de Weir, el cameraman John Seale y el compositor Maurice Jarre, se hace notar de la mejor manera posible. En ocasiones (véase esa manera de recorrer con la cámara las escaleras del instituto plagadas de alumnos que suben y bajan) ese virtuosismo puede ser superfluo, pero creo que Peter Weir es el máximo responsable de que la película sea muy buena, y ello porque no sólo tiene la inteligencia de plantearse que la poesía en la película debe ir más allá del recitado de versos totémicos por parte de los personajes, sino también la capacidad técnica para conseguirlo. Ahí queda también la triste escena final en la nieve, modelo de composición, para que esto quede aún más claro.
Encabeza el reparto un Robin Williams que, como tantos célebres cómicos, ansiaba ser reconocido como actor dramático. Hay que decir que la interpretación de Williams es una de las mejores de su carrera, lejos del histrión desencadenado, y pelín estomagante, que solía ser en sus comedias. La paradoja es que, desde la contención, Robin Williams podía ser bueno, pero no destacar especialmente sobre el resto de los actores, o al menos sobre los más distinguidos actores dramáticos. Sea como sea, la película destaca también por haber servido como trampolín para una camada de cuasidebutantes en la que, con muy buen criterio, Weir, que sabe extraer buenas actuaciones de todos ellos, reserva los dos papeles más importantes a los más talentosos del grupo: Ethan Hawke y Robert Sean Leonard. Ambos lucen bastante, y a nadie debe extrañar que sean quienes pueden presumir de haber participado en otros proyectos de gran calidad en los años siguientes, cosa que no sucedió con el resto de jóvenes del reparto. Los veteranos Norman Lloyd (una de las pocas personas que puede presumir de haber actuado a las órdenes de Hitchcock y Chaplin) y Kurtwood Smith echan en falta una mayor complejidad en sus personajes, pero cumplen bien con su papel de villanos.
Más de treinta años después de su estreno, El club de los poetas muertos continúa siendo una gran película, que no una obra maestra, condición de la que le privan los defectos de su guión. Por lo demás, el film es magistral.