MIRACLE ON 34TH STREET. 1947. 96´. B/N.
Dirección: George Seaton; Guión: George Seaton, basado en una historia de Valentine Davies; Dirección de fotografía: Lloyd Ahern y Charles Clarke; Montaje: Robert Simpson; Música: Cyril J. Mockridge; Dirección artística: Richard Day y Richard Irvine; Producción: William Perlberg, para 20th Century Fox (EE.UU.).
Intérpretes: Maureen O´Sullivan (Doris Walker); John Payne (Fred Gailey); Edmund Gwenn (Kris Kringle); Gene Lockhart (Juez Harper); Natalie Wood (Susan Walker); Porter Hall (Granville Sawyer); William Frawley (Charlie Halloran); Jerome Cowan (Fiscal Mara); Philip Tonge (Shellhammer); Thelma Ritter, Harry Antrim, Herbert Heyes, Alvin Greenman, Percy Helton, Ann Staunton.
Sinopsis: La encargada de organizar el desfile navideño de unos grandes almacenes, escéptica y racional, ve cómo el hombre que ha elegido para hacer de Santa Claus cree serlo en realidad.
La película de mayor éxito en la carrera como director de George Seaton, y para muchos la más distinguida de todas ellas, fue De ilusión también se vive, comedia navideña con ecos de Frank Capra que incluso se coló con fuerza en la noche de los Óscar merced a los dos aspectos en los que la película brilla especialmente. No obstante, fuera de los Estados Unidos el recibimiento fue menos caluroso, y en nuestros días la película permanece bastante en el olvido, quizá porque su mensaje ya estaba algo anticuado cuando se estrenó.
Estamos ante una fábula moral con muchas virtudes. pero a la que acaba por perderle su exceso de pretensiones, porque su ingenioso planteamiento inicial (¿qué ocurriría si en la hiperconsumista Norteamérica de la posguerra apareciera el verdadero Santa Claus dispuesto a recuperar el auténtico espíritu de la Navidad?) se convierte en una confusa apología de la fe que no viene a cuento. Por seguir la senda marcada por el dúo formado por Seaton y Valentine Davies, si quien se dejara caer por nuestro extraño planeta fuese el mismo Dios en lugar de Papá Noel, es obvio que tampoco nadie le creería, pero lo más probable es que, quien lo hiciera, se plantearía lincharle con mayor o menor arrojo. Hecha esta puntualización, estamos ante una comedia muy bien hilvanada, cuyo encanto tal vez se diluye durante el procedimiento judicial en el que desemboca, pero que está bien escrita y es de lo más amable y, por tanto, eficaz. Otra cosa es al servicio de qué. Empezando por donde toca, en la escena poscréditos vemos a un anciano que parece saberlo todo sobre Papá Noel, y a la atribulada organizadora de uno de esos gigantescos desfiles de Acción de Gracias con los que los grandes almacenes afilaban las garras de cara a la inminente campaña navideña. Las cosas no son fáciles para la joven, porque el Santa Claus titular lleva una cogorza importante, y eso da mala imagen de cara al numeroso público infantil asistente, es decir, a los alcohólicos del futuro. Por suerte para el evento, el anciano de antes reaparece para encabezar la carroza, y lo hace de fábula. Tanto, que todo el mundo empieza a mirarle raro a causa de lo metido que está en el personaje, llegando incluso a recomendar a padres y niños que acudan a otros almacenes para adquirir los juguetes que desean, lo que, paradójicamente, resulta ser una estrategia comercial exitosa. En paralelo, observamos que la protagonista, una mujer divorciada que, no sólo no cree en Santa Claus (ni en muchas otras cosas), sino que educa a su hija con la convicción de que lo mejor para la pequeña es mantenerla alejada de mitos, supersticiones y mamandurrias, es cortejada por un vecino de porte impecable que cree que los niños no deben dejar de serlo antes de tiempo. Como es natural, las historias de todos ellos convergerán con la de ese venerable anciano que pone patas arriba las convicciones, o más bien la incredulidad, de cuantos halla a su paso. He de decir que los nexos entre los principales personajes se establecen de un modo ingenioso y brillante. También que el libreto acierta en cuanto a la elección del villano, un psicólogo. Es probable que su objetivo fuera la ciencia, pero que limiten su radio de acción a la paraciencia es una muestra de sabiduría. La crítica al capitalismo como motor que sustituye las esencias tradicionales por la voracidad consumista se queda en agua de borrajas porque, si a Santa Claus puedes pedirle un casoplón, y él se desvive en dártelo, será que todos los niños pobres son, además de pobres, gilipollas, pero eso ya sería otra película. Esta cuela su pócima con estilo porque George Seaton tenía, sin duda, un don para la comedia.
En lo visual, la película es bastante plana en cuanto a encuadres y puesta en escena, pulida pero poco más. Más allá del desfile inicial, la práctica totalidad de las escenas transcurren en interiores, y la eficacia del producto queda supeditada a la del guión. Me atrevo a añadir que el juicio se filma de una manera algo monótona, lo que tampoco contribuye a incrementar el interés de una secuencia que se pretende clave. Eso sí, el prolífico Cyril J. Mockridge hace un buen trabajo con la banda sonora.
No es de extrañar que la interpretación que Edmund Gwenn hace del verdadero Santa Claus se llevara todos los premios posibles, porque es soberbia y coloca a la película a una altura que, de otra forma, no alcanzaría. Gwenn, un intérprete al que la fama cinematográfica le llegó en la madurez tras toda una vida sobre las tablas, es de esos actores capaces de engrandecer todo lo que tocan. Maureen O´Hara, una actriz por entonces en su mejor momento, se ve un poco lastrada por el recato de un papel que le impide lucir su temperamento, sin duda uno de sus puntos fuertes, mientras que encuentro algo falto de sustancia a un John Payne que dio lo mejor de sí en el cine negro. A la jovencísima Natalie Wood la veo demasiado cercana a su papel de cría redicha. El desempeño de los secundarios es, en general, notable, destacando Porter Hall como el villano de la función, así como la fugaz pero siempre acertada presencia de Thelma Ritter.
Como comedia, De ilusión también se vive tiene muchos aspectos que cabe ensalzar. Le fallan el final y, como dije, la falta de una dirección más inspirada y un innecesario plus de moralina, porque la fe, aparte de que no se compra en el supermercado y cada cual tiene (o no) la que tiene, quizá ayude a quitar la sensación de hambre, pero desde luego no da de comer.