LA LEGGENDA DEL SANTO BEVITORE. 1988. 126´. Color.
Dirección: Ermanno Olmi; Guión: Ermanno Olmi y Tullio Kezich, basado en el relato de Joseph Roth; Director de fotografía: Dante Spinotti; Montaje: Ermanno Olmi, Paolo Cottignola y Fabio Olmi; Música: Igor Stravinsky; Diseño de producción: Gianni Quaranta; Producción: Roberto Cicutto y Vincenzo Di Leo, para Aura Film-Cecchi Gori Group Tiger Cinematografica (Italia-Francia).
Intérpretes: Rutger Hauer (Andreas); Anthony Quayle (Caballero); Sandrine Dumas (Gaby); Dominique Pinon (Wojtech); Sophie Segalen (Karoline); Jean-Maurice Chanet (Daniel Kaniak); Cécile Paoli (Vendedora de la tienda de pieles); Dalila Belatreche (Thérèse); Francesco Aldighieri (Policía); Joseph De Medina, Françoise Pìnkwasser, Joséphine Lecaille, Maria Mazzocco, Claude Kolton, Jacques Pasternak, Stanislas Sobolak, Bernard Leclerc.
Sinopsis: Andreas, un emigrante polaco que vive en la indigencia, recibe el encargo de hacer un donativo a una santa, a cuenta de un distinguido caballero. Una serie de reencuentros y adversidades le impiden ejecutar la demanda.
Los paladares más exquisitos de la cinefilia no suelen olvidarse de incluir a Ermanno Olmi en sus listas de los cineastas italianos más importantes. Director introspectivo y personal, siempre ajeno a modas y tendencias, Olmi fue construyendo paso a paso una filmografía muy sólida, que incluye dos obras maestras indiscutibles. La leyenda del santo bebedor supuso el retorno al primer plano del realizador bergamasco, con León de Oro incluido, después de que los dos largometrajes de ficción que sucedieron a la segunda de las obras maestras mencionadas, El árbol de los zuecos, quedaran por debajo de las expectativas despertadas.
Estamos ante una de las escasas oportunidades en las que Olmi trabajó a partir de material literario ajeno, en este caso una novela, de claros tintes autobiográficos, escrita por Joseph Roth poco antes de morir en 1939. Sea como fuere, a un humanista cristiano como Olmi no debió de resultarle complicado llevar a su terreno una obra cuyos ejes son la fe, el alcoholismo y el desarraigo, sin duda las tres circunstancias que con más fuerza marcaron los últimos años de vida de Roth. La adaptación, en consecuencia, es muy fiel al material de origen. El director deja que el relato fluya (quizá con excesiva parsimonia en el último tercio), y filma con espíritu compasivo las andanzas de un hombre perdido para el mundo, que encuentra en la religión su último punto de apoyo. Vista desde una perspectiva atea, tal vez la película no sea más que el postrero delirio alcohólico de un individuo marcado por la tragedia, pero Roth, un judío convertido al catolicismo quizá por aquello de que la vida eterna, que es la única esperanza para quienes han dejado escapar todas las otras, no forma parte de su credo original, y Olmi van por otro lado. Con la mirada del documentalista que siempre fue, el director italiano filma un París muy distinto del que suele verse en el cine, en especial en el estadounidense, porque la ciudad de los sin techo es mucho más gris que luminosa. No obstante, en la visión que nos da la película del olvidado universo de los indigentes predomina un misticismo que envuelve las peripecias del protagonista, y la propia ciudad que les sirve de marco, lo que nos devolvería al delirio antes aludido. Olmi sabe impregnar sus imágenes de poesía, y domina tan bien el arte de narrar mediante imágenes que puede permitirse no utilizar las palabras más allá de lo imprescindible. En la puesta en escena, lo irreal y lo realista se dan la mano para crear una atmósfera, fruto también de la excelsa fotografía de Dante Spinotti, en la que lo más llamativo es el afán de trascendencia. Como ya hiciera en El árbol de los zuecos, utiliza las obras de un compositor clásico para que el espectador sea partícipe de lo esencial de la historia: si en aquella ocasión fue Johann Sebastian Bach el músico elegido, ahora recurre al nombre más importante de la música clásica en el siglo XX: Igor Stravinski. En la obra del ruso, como en la película, aparecen la mística y el delirio, la poesía clásica y la disonancia. Sin duda, Olmi escogió bien: en la música de Stravinski hallamos todos los elementos que pueden ayudar a comprender a Andreas, alguien que llegó del Este y se debate entre la conservación de la identidad y su irremisible pérdida.
Este personaje, que es a la vez símbolo y alter ego, es quien nos ofrece todas las claves: su alcoholismo es producto de la culpa. Minero en su Silesia natal, un homicidio involuntario le empuja a la huida y le lleva hasta París. Error: el cambio de lugar no atenúa su pena, que intenta sin éxito ahogar a través del vino y la absenta. Lo que sí logra Andreas con su fuga es añadir un nuevo factor de perdición: el desarraigo. Solo y alcoholizado, su destino es dormir bajo los puentes. Una mañana, un elegante anciano se acerca a él y le entrega doscientos francos, con la condición de entregar esa misma cantidad en la iglesia de Sainte Marie des Batignolles como donativo a la santa Teresa de Lisieux. Andreas, quizá no consciente de que lo primero que pierde un adicto es la dignidad, se exige cumplir el encargo, pero una y otra vez algo se lo impide, casi siempre en forma de reencuentros con su pasado: el primero de ellos, con Karoline, la mujer de la que se enamoró, desencadenando la tragedia que motivó su huida; Andreas se cruza con ella cuando está atravesando la calle que le separa de la iglesia. ¿El destino? Con Karoline ha sido mucho más generoso, pues su escalada social se percibe a simple vista. También a Daniel, un antiguo compañero de escuela de Andreas, la vida le ha sonreído, pues visita la capital gala convertido en un famoso boxeador, En cambio, Wojtech, que trabajó con él en las minas, es otro símbolo del fracaso bañado en vino. Estas figuras del pasado parecen reaparecer en la vida de Andreas con el único propósito de impedirle cumplir su encargo; en contraste, el postrero reencuentro con sus padres tiene aires fantasmagóricos: en plena caída a los infiernos, Andreas es consciente de haber sido una decepción para ellos. Esta sucesión de hechos, ¿es real, o sólo una alucinación producto del delirium tremens? El hecho de que también el dinero necesario para ofrecer el donativo se escurra una y otra vez de entre los dedos de Andreas parece sugerir lo segundo, aunque Roth y Olmi (cuyo estilo es deudor de cineastas ascéticos como Dreyer, Bresson y, por supuesto, Rossellini), de acuerdo a lo que ya se ha dicho, opten por la mística.
La película nos permite contemplar una de las mejores interpretaciones en la carrera de Rutger Hauer, un gran actor que rodó una cantidad de bodrios realmente asombrosa. Sin excesos, el holandés emerge como una de las mejores bazas del film al mostrar toda la tristeza y el vacío interior de un personaje que, pese a ello, jamás se nos muestra deshumanizado. En el rol del distinguido caballero que hace el encargo encontramos a un ilustre veterano, Anthony Quayle, que hizo aquí su último gran papel. Otra notable interpretación es la de Sandrine Dumas, actriz de carrera intermitente y menos distinguida de lo que se presumía, dando vida a Gaby, la bailarina que roba a Andreas. Sophie Segalen, en su única aparición en la gran pantalla, se muestra mucho menos entonada, al contrario que un brillantemente patético Dominique Pinon, y que un acertado Joseph De Medina.
No es una obra maestra, porque en ocasiones la narración se vuelve repetitiva, pero La leyenda del santo bebedor sí está a la altura de lo que fue Ermanno Olmi: un gran director de cine.