FOUR FACES WEST. 1948. 89´. B/N.
Dirección: Alfred E. Green; Guión: C. Graham Baker y Teddi Sherman, basado en la novela de Eugene Manlove Rhodes Pasó por aquí, adaptada por William Brent y Milarde Brent; Director de fotografía: Russell Harlan; Montaje: Edward Mann; Música: Paul Sawtell; Diseño de producción: Duncan Cramer; Producción: Harry Sherman, para Enterprise Productions (EE.UU).
Intérpretes: Joel McCrea (Ross McEwen); Frances Dee (Fay Hollister); Charles Bickford (Pat Garrett); Joseph Calleia (Monte Márquez); William Conrad (Sheriff Egan); Martín Galarraga (Florencio); John Parrish (Banquero); Dan White (Clint); Raymond Largay (Dr. Eldredge); Davison Clark, Houseley Stevenson, George McDonald, Eva Novak, William Haade, Sam Flint.
Sinopsis: Un hombre atraca el banco de una pequeña localidad de Nuevo México mientras el sheriff Pat Garrett es objeto de una calurosa acogida por parte de los lugareños.
Cuatro caras del Oeste pasa por ser la mejor película del último período de la carrera de Alfred E. Green, director todoterreno (buena prueba de ello la constituye el hecho de que, antes de ponerse a rodar este heterodoxo western, venía de dirigir a Groucho Marx y Carmen Miranda en Copacabana) y extremadamente prolífico cuya trayectoria se inició en la época muda. Que Green no alcanzase la categoría de cineasta de prestigio quizá sea la razón de que este excelente film del Oeste, en mi opinión uno de los mejores del género en los años 40, no tenga el reconocimiento que merece.
La película recupera a un famoso escritor de novelas de vaqueros, Eugene Manlove Rhodes, cuyas obras estaban muy en boga en la época en la que Alfred E. Green iniciaba su andadura como director. Uno de esos libros, Pasó por aquí, es el que se adapta en este film de manera tan sencilla como modélica. No son pocos los westerns que se inician con el atraco a un banco, pero enseguida comprobamos que esta obra es peculiar, porque lo que pretende Ross McEwen, el hombre que se hace a la fuerza con el dinero, más que cometer un robo al uso, es garantizarse un préstamo que, de otra forma, jamás le concederían. Lo curioso es que, mientras McEwen perpetra el atraco y huye con el banquero como rehén, el agente de la ley más célebre del Oeste, el veterano Pat Garrett, invitado a la población para recibir un homenaje, se dirige a los presentes ensalzando el poder de la justicia. En ese momento, tal contrapunto resulta irónico, aunque a medida que avanza el metraje comprobamos que ese discurso no ha sido puesto ahí en vano. McEwen huye, y Garrett liderará las acciones de búsqueda del fugitivo, que en su camino hacia México conoce a una enfermera de la que se enamora y a un jugador que, pese a sospechar que ese espigado forastero está escapando de la justicia, decide protegerle al comprobar que no se trata de un criminal cualquiera.
Lo que queda es una película modesta en pretensiones pero no en resultados, en la que se ensalza el valor de la redención (aunque, bien mirado, el protagonista es un hombre arrastrado al delito por las circunstancias que, más que redimirse, lo que necesita es que ese salto al otro lado de la ley no tenga continuidad y le haga renunciar a su natural bonhomía) y del sentido del honor, cualidad que adorna a los principales protagonistas, al tiempo que se subraya la importancia de que, en ocasiones, la aplicación estricta de la ley no suponga un obstáculo para lograr la justicia. Dicho esto, es extraño ver a un protagonista que emplea los beneficios obtenidos en una exitosa timba de cartas para devolverle al banco parte del dinero robado, y casi único encontrar un western en el que no hay un solo disparo: los personajes emplean las armas como elemento de disuasión, pero jamás llegan a utilizarlas. Hay persecuciones y escenas de acción, pero siempre impera, de una forma no impostada, esa virtud tan rara, en el western y en la vida, que es el sentido común. McEwen se enfrenta a distintas encrucijadas morales: su forma de resolverlas es la que, en la distancia, convence a Garrett de que no persigue a uno de esos pistoleros a los que está acostumbrado. En cierto momento, el fugitivo debe decidir entre culminar con éxito su huida o auxiliar a una familia mexicana en situación desesperada, y hace lo que debe hacer. Todo esto se explica con una aplicada dirección y ritmo ágil, ajeno a digresiones y centrado en lo importante. Si bien la evocadora música de Paul Sawtell merece captar elogios, lo que marca la diferencia es la excepcional fotografía de Russell Harlan, uno de los hombres que mejor supo retratar los bellos paisajes del Oeste y que, ese mismo año, pondría su talento al servicio de una de las obras cumbre del género: Río rojo. Hay diversas escenas que imprimen el sello de calidad a la película, empezando por la inicial, pero esa en la que se explica el porqué del título de la novela en que se basa el film es de una especial belleza.
Encabeza el reparto uno de los cowboys más carismáticos del cine, Joel McCrea, que aprovecha al máximo las virtudes de un personaje que jamás confunde virilidad con salvajismo. No se me ocurre un actor más idóneo para hacer creíble a ese delincuente honesto, valga la paradoja, que es Ross McEwen. La esposa de McCrea en la vida real, Frances Dee, interpreta un papel que se aleja del rol prescindible que solían tener las mujeres en el western, por su firmeza de carácter y la adecuada influencia moral que ejerce sobre el hombre que ama. Completa el trío protagonista otro actor de alto nivel, Charles Bickford, que interpreta a un Pat Garrett sereno y lúcido de manera más que acertada. Importante también el rol de Joseph Calleia, con un personaje que se aparta del estereotipo del jugador sin escrúpulos tan habitual en el western. Los secundarios cumplen, en general.
Repito: una película a la que, para ocupar el lugar que debería, sólo le falta haber sido dirigida por John Ford, Howard Hawks, Raoul Walsh o Anthony Mann.