THE ZERO THEOREM. 2013. 107´. Color.
Dirección: Terry Gilliam; Guión: Pat Rushin; Director de fotografía: Nicola Pecorini; Montaje: Mick Audsley; Música: George Fenton; Diseño de producción: David Warren; Dirección artística: Adrian Curelea; Producción: Nicolas Chartier y Dean Zanuck, para Voltage Pictures-Asia & Europe Productions-Zanuck Independent (Reino Unido-Rumanía-Francia).
Intérpretes: Christoph Waltz (Qohen Leth); David Thewlis (Joby); Mélanie Thierry (Bairnsley); Lucas Hedges (Bob); Matt Damon (La Dirección); Tilda Swinton (Psicóloga); Sanjeev Bhaskar, Peter Stormare, Ben Whishaw (Los doctores); Dana Rogoz (Repartidora de pizza); Margarita Doyle, Emil Hostina, Pavlic Nemes, Lily Cole, Gwendoline Christie, Ray Cooper, Rupert Friend.
Sinopsis: Qohen, un introvertido experto en ordenadores, espera una llamada que le otorgará sentido a su existencia mientras trabaja para la Dirección, una enorme empresa que le encarga la demostración de un teorema que podría explicar cuál es la fuerza que rige el universo.
Cuatro años después de su anterior largometraje, El imaginario del doctor Parnassus, Terry Gilliam regresó a las pantallas con Teorema Zero, distopía futurista que fue un fracaso de taquilla y disgustó a la mayoría de los críticos, que vieron en ella poco más que un pálido reflejo de Brazil, una de las obras maestras del director estadounidense. ¿Miopía? ¿Envejecimiento prematuro? Lo desconozco. Teorema Zero es una gran película, pero claro, ¿quién quiere ver una amarga fábula de ciencia-ficción, imaginativa e inteligente, teniendo a mano Transformers 28, o cualquier potaje de superhéroes en skijama?
La nueva incursión de Gilliam en cuanto a explicarnos la que se nos vendrá encima se basa en un guión escrito por Pat Rushin, catedrático y novelista sin experiencia previa en el cine. Rushin reconoció haberse inspirado en el Eclesiastés, y lo cierto es que proporcionó un valioso material a un director muy dotado para dejar su sello de autoría en libretos escritos por otros, rasgo que a mi juicio caracteriza a los cineastas realmente interesantes. Debo decir que las primeras escenas, que en verdad recuerdan al universo de Brazil, me parecen un brillante fresco satírico de la vida que llevamos y, me temo, de la que llevaremos: anuncios por doquier cuyos mensajes taladran el cerebro, gente que te mira y no te ve, te oye y no te escucha, pautas de comportamiento dictadas por todopoderosas entidades convenientemente abstractas, y un hombre adulto e inadaptado, Qohen, en mitad de todo ello. Informático a sueldo de una poderosa corporación, ese individuo sólo desea poder trabajar en casa, porque cree que un día u otro recibirá una llamada telefónica que le dará todas las respuestas que necesita. Sin embargo, sus superiores en la empresa se complacen en rechazar una y otra vez sus peticiones porque, lo mismo en el mundo de Rushin-Gilliam que en el de los oficinistas de hoy, el teletrabajo es una maldición para los jefecillos-sanguijuela, abominable colectivo cuya función en la vida es presumir de despacho y controlar a sus empleados, cosa difícil si éstos están en su casa. El que le ha tocado en desgracia a Qohen se llama Joby, y este verborreico personaje consigue atraer al rarito de la oficina a una fiesta, con el anzuelo de que allí podrá hablar con la Dirección en persona y trasladar sin intermediarios su demanda de poder trabajar a domicilio. La fiesta es abominable, una abigarrada mezcla de música estridente, alcohol barato y gente chillona que, más que para interactuar, está allí para verse a sí misma en compañía. Por accidente, pero lo cierto es que Qohen logra conversar con la máxima autoridad corporativa, y obtiene de ella lo que buscaba. Pero el explotador no hace nada gratis, y la condición es que el informático dedique su tiempo a corroborar el Teorema Zero, fórmula que habrá de demostrar el sentido de la existencia, o directamente la falta de él. Además, Qohen conoce a Bairdsley, una bella joven que parece muy interesada en ese hombre tímido y esquivo. Logrado su propósito, Qohen se convierte en un ermitaño, recluido en su domicilio (que, muy oportunamente, es un templo en ruinas) y cada vez más desquiciado (para intentar remediarlo, o no, está la psicóloga de la corporación) por ese teorema indemostrable y porque, en lugar de la llamada que desea, lo que recibe es un bombardeo de avisos de su empresa pidiéndole resultados. En el solitario mundo de Qohen sólo caben Bairdsley, que parece la llave hacia un futuro mucho más esperanzador, y Bob, un becario con una sabiduría impropia de su edad.
Terry Gilliam no ha perdido las formas, ni los principios: sigue siendo ese ácrata socarrón adicto a unas puestas en escena cargadas de barroquismo. Teorema Zero es pesimista, porque en estos tiempos una fábula futurista sólo puede ser pesimista o estúpida, pero no es desesperanzada. Es cierto que, después del magnífico inicio, precisamente cuando Qohen se recluye en busca de la fórmula sobre la que se estructura la película, ésta pierde algo de fuelle, pero el film recupera todo el vigor cuando el personaje de Bob adquiere mayor protagonismo, y la cosa sigue viento en popa hasta un final, con profética reaparición del hombre que maneja los hilos incluida, que encuentro francamente bueno. Como Gilliam es un visionario, le basta un templo en ruinas para crear un microcosmos visualmente fascinante. Aunque, para visión, queda esa escena cumbre en la que Bob y Qohen, salidos por una vez de su encierro, divagan sobre la existencia sentados en un banco que casi se ve sepultado por un alud de señales de prohibición. Eso es lo que ya tenemos, y a eso es a lo que vamos, ignorando que, en esos inmensos hormigueros a los que llamamos ciudades, no hacer nada que pueda molestar a los demás es, directamente, no hacer nada, acabar convertidos en vegetales. De nuevo, Nicola Pecorini demuestra una admirable capacidad para dar cuerpo a las fantasías visuales de Gilliam, destacando también en este aspecto la escenografía diseñada por David Warren. El trabajo de ambos hace creer al espectador que la película tiene un presupuesto mucho mayor del real, y eso hay que valorarlo. La banda sonora de George Fenton se mueve en un terreno más discreto, pero es eficaz.
Gilliam utiliza a muy pocos personajes con peso en el relato, pero tiene la suerte de que todos los actores que los interpretan rayan a gran altura, empezando por un Christoph Waltz que también se involucró en el proyecto como coproductor, y que una vez más demuestra ser un intérprete de primera fila en la piel de un inadaptado (los únicos seres en los que cabe albergar esperanzas: como se explica en la escena de la fiesta, los adaptados son un horror) que, pese a todo, conserva la fe y nada a contracorriente en busca de su destino. Un antihéroe muy heroico, este Qohen Leth. Mélanie Thierry no se limita a aportar belleza, sino que demuestra ser una actriz con carisma y variedad de registros, mientras que un desatado David Thewlis funciona a la perfección como parodia del insoportable lacayo del todopoderoso, papel que Matt Damon asume con mucho estilo. Dejo para el final a Lucas Hedges, un joven actor de quien últimamente he hablado mucho y bien, que es lo propio dada la calidad del muchacho, que al lado de un pura sangre como Christoph Waltz crea escenas magníficas y llenas de intensidad. El personaje interpretado por Hedges, además, aleja a Gilliam del estereotipo del viejo cascarrabias que odia todo lo que huele a juventud. Ah, y muy bien Tilda Swinton, lo cual tampoco es nada nuevo.
Hay quien dice que Teorema Zero no va a ninguna parte. Como todo mortal, me atrevo a responder. Por lo que a mí respecta, concluyo mostrando mi admiración hacia esta fábula inteligente y con poso, dirigida por un cineasta único, que espero alcance con el tiempo el reconocimiento que merece.