AN. 2015. 113´. Color.
Dirección: Naomi Kawase; Guión: Naomi Kawase, basado en la novela de Durian Sukegawa; Dirección de fotografía: Shigeki Akiyama; Montaje: Tina Baz; Música: David Hadjadj; Dirección artística: Kyoko Heya; Producción: Koichiro Fukushima, Masa Sawada y Yoshito Ohyama, para Elephant House- Aeon Entertainment- Comme des Cinémas-Hakuhodo-Kumie-Mam-Twenty Twenty Vision Filmproduktion (Japón-Francia-Alemania).
Intérpretes: Kirin Kiki (Tokue); Masatoshi Nagase (Sentaro); Kyara Uchida (Wakana); Etsuko Ichihara (Yoshiko); Miyoko Asada (Esposa del dueño de la tienda); Miki Mizuno (Madre de Wakana); Taiga Nakano, Wakato Kanematsu, Yurie Murata, Miu Takeuchi, Saki Takahashi.
Sinopsis: Una anciana se presenta en la pequeña pastelería en la que Sentaro es el encargado para pedir trabajo. El hombre accede al comprobar que la pasta de judías que prepara la candidata es la mejor que ha probado.
Con Una pastelería en Tokio, la cineasta japonesa Naomi Kawase logró, al decir de quienes habían seguido con detalle su trayectoria, su mejor obra en más de una década. Este drama sobre tres seres humanos que hacen frente a su condición de marginados sociales le proporcionó a Kawase el premio a la mejor dirección en el festival de Valladolid, al tiempo que afianzó una carrera internacional ya plenamente consolidada.
Por primera vez, Naomi Kawase trabajó sobre material literario ajeno, en este caso una novela de Durian Sukegawa, aunque este hecho no supone que la directora modifique de manera significativa las constantes visuales y temáticas de su filmografía. Con el epicentro situado en una pequeña tienda situada en la periferia de Tokio, la narración se ocupa de tres personas, pertenecientes a distintas generaciones, cuyo nexo común es la marginación: Sentaro es un hombre de mediana edad que años atrás cometió un grave delito y paga su deuda haciendo de encargado en una pequeña pastelería tokiota, en la que prepara doriyakis, una especie de tortitas muy populares en el país. Wakana, una adolescente asidua del local, que diariamente se lleva a casa los dulces cuya elaboración ha resultado defectuosa, busca su sitio en el mundo, pero no lo encuentra ni en un instituto en el que no se integra y desea abandonar, ni junto a una madre que la ignora. Una mañana cualquiera, llega a la tienda el tercer vértice del triángulo, una amable anciana que no acude al local para consumir sus productos, sino para pedirle al encargado que le permita trabajar en él. Sentaro se muestra en principio reacio a contratar a la mujer, por su avanzada edad y porque sus manos, que muestran los síntomas de una temida dolencia, no le permiten hacer un trabajo duro. Sin embargo, cuando Sentaro prueba el anko (pasta dulce de judías rojas que sirve de relleno a los doriyakis) que prepara la anciana, se convence de que debe darle una oportunidad. Muy pronto, ese producto se convierte en la atracción culinaria del barrio, pero eso no hará desaparecer los estigmas que arrastran los protagonistas, que juntos forman un microcosmos idílico que la intervención de la sociedad emborrona.
Una pastelería en Tokio es una historia sensible, de ritmo pausado y estilo sobrio. Kawase se muestra fiel a las enseñanzas de los grandes cineastas japoneses de la historia y filma con pulcritud, mirada cálida hacia sus personajes, especial énfasis en captar los ciclos de la naturaleza y escasos y elegantes movimientos de cámara. Todo esto se agradece, porque el número de gente que por meter tres planos por segundo y recrearse en una sucesión de travellings virgueros ya cree estar haciendo una película es excesivo, aunque es evidente que al espectador común el film le parecerá lento. El problema, en mi opinión, no está ahí, sino en que en el último tercio de metraje la directora cruza la frontera que separa la sensibilidad del sentimentalismo, con lo que por momentos la película llega a empalagar. Lástima, porque hasta ese tramo final, uno tenía la sensación de estar viendo cine de altos vuelos, con una fotografía de gran calidad y un tratamiento de historia y personajes en el que la compasión no deja paso al maternalismo. Esas últimas escenas carecen de la saludable contención que lucía el resto de la obra, y a uno se le antoja que a la directora le pudo el afán por complacer al público occidental, más contaminado por Hollywood en lo que a exhibición de sentimientos y mensajes forzadamente optimistas se refiere.
Si alguien ha sido capaz de acaparar elogios de los espectadores de Una pastelería en Tokio, esa es sin duda la veterana actriz Kirin Kiki, que da vida de manera formidable a una mujer que ha sido marginada por la sociedad desde su juventud, y que en sus últimos años no renuncia a hacer aquello que de verdad la ilusiona. Masatoshi Nagase, un actor capaz de expresar desde la contención, hace también un trabajo notable en la piel de un hombre que purga sus culpas del pasado también desde un ángulo espiritual, resignado a sobrevivir sin hallar placer en la existencia. Quizá el personaje que interpreta la joven Kyara Uchida sea el peor definido de cuantos componen el trío protagonista, pero eso no significa que la labor de la actriz sea en absoluto desdeñable, pues sabe poner rostro a alguien que, a pesar de tener pocos años, sabe bien lo que es la tristeza. Del resto de intérpretes, destaco la labor de Miyoko Asada, cuyo personaje simboliza la destructiva intromisión de la sociedad en un universo casi perfecto.
Como conclusión, notable película que sería aún algo más si a Naomi Kawase no se le hubiese ido la mano con el dulce en las escenas finales.