CITY HALL. 1996. 110´. Color.
Dirección: Harold Becker; Guión: Paul Schrader, Bo Goldman, Ken Lipper y Nicholas Pileggi; Dirección de fotografía: Michael Seresin; Montaje: Robert C. Jones y David Bretherton; Música: Jerry Goldsmith; Dirección artistica: Robert Guerra; Diseño de producción: Jane Musky; Producción: Edward R. Pressman, Ken Lipper, Harold Becker y Charles Mulvehill, para Castle Rock Entertainment (EE.UU.).
Intérpretes: Al Pacino (John Pappas); John Cusack (Kevin Calhoun); Bridget Fonda (Marybeth Cogan); Danny Aiello (Frank Anselmo); Martin Landau (Juez Stern); David Paymer (Abe Goodman); Anthony Franciosa (Paul Zapatti); Richard Schiff (Larry Schwartz); Lindsay Duncan, Néstor Serrano, Mel Winkler, Lauren Vélez, Roberta Peters, Ángel David, Larry Romano.
Sinopsis: Un joven asesor del carismático alcalde neoyorquino narra un escándalo acaecido durante su mandato.
Harold Becker es uno de esos cineastas de vocación tardía cuyas películas más populares le llegaron a una edad avanzada, o directamente en el último tramo de su carrera. Entre estas obras sobresale City Hall, drama sobre el patio trasero de la política cuya prestigiosa aura ayudaba a pensar que, gracias a él, Becker lograría quitarse de encima el sambenito de haber dirigido varias películas interesantes, pero ninguna memorable. No lo consiguió, pues el rendimiento en taquilla fue insatisfactorio y, en verdad, City Hall es un film con muy buenos ingredientes, pero que se queda a medio camino de lo que pudo haber sido.
No yerran quienes dicen que la política municipal es la más apegada a lo concreto, aunque esta teoría, como todas, admite excepciones, y el gobierno de una metrópolis como la ciudad de Nueva York es una de ellas, por cuanto la complejidad del empeño y el elevado número de residentes acerca esa tarea al intrincado mundo de la alta política, esa actividad esencialmente miserable que sólo pueden desarrollar con éxito quienes son poseedores de semejante tara desde la cuna, o bien quienes la adquieren a través de los años. De eso va City Hall, desesperanzada crónica de un ficticio escándalo municipal que huele bastante a verdad. La historia la narra Kevin Calhoun, un joven político originario de Louisiana que llegó a Nueva York atraído por el carisma de su alcalde, John Pappas, y que en poco tiempo se convirtió en uno de sus más importantes asesores. Pappas es un político de la vieja escuela: aguerrido, amigo de pisar la calle, preocupado por el bien común, excelente orador… por resumir, lo contrario de la inmensa mayoría de los políticos que lideran esta época infame. La vida del alcalde sigue su ritmo habitual hasta que, en uno de los muchos rincones oscuros de la ciudad, el tiroteo entre un policía que iba por libre y un narcotraficante que es familiar de un capo mafioso termina con ambos desangrados sobre la acera, pero también con la vida de un niño negro a quien su padre acompañaba a la escuela. Pronto se descubre que la bala que mató al chico provenía del arma del camello, lo que supone un respiro para el alcalde y su equipo, pero todo se complica cuando sale a la luz un importante cabo suelto del caso: que el traficante iba a ser condenado a no menos de diez años de prisión por un delito anterior, pero que eludió dicha condena después de la controvertida decisión de un veterano juez con fama de ser implacable con el delito.
Sobre el papel, City Hall tiene madera de peliculón, pero sólo consigue acercarse a tan privilegiado estatus en contadas ocasiones. Uno de los motivos es, sin duda, que la dirección de Harold Becker es bastante plana, carente de la energía que necesita un drama de esta naturaleza. Sin embargo, opino que la razón principal del semifracaso es que en el guión de la película metió mano demasiada gente, y por ello la narración tiende a dispersarse. Nada menos que Paul Schrader, Bo Goldman y Nicholas Pileggi, además de uno de los productores, Ken Lipper, comparten los títulos de autoría del libreto, y me da la impresión de que la película hubiera sido mejor de haberse encargado en solitario de la escritura del guión cualquiera de los tres primeros autores mencionados. Opino, por ejemplo, que otorgar el máximo protagonismo al joven asesor en lugar de al alcalde es un error de concepto que lastra una película que flojea sobremanera en las escenas que comparten Kevin Calhoun, que a lo largo del metraje demuestra ser demasiado inteligente como para acabar siendo tan idealista, y la abogada de la viuda del policía muerto. El gran cine, que lo hay, llega de la mano de la veteranía, y está en el discurso del alcalde en el funeral del niño asesinado, en las conversaciones privadas del regidor con sus asesores, en el testimonio final del juez que indirectamente provocó la catástrofe y, sobre todo, en la manera de mostrar que, en política, es inevitable mancharse de barro: en City Hall vemos de dónde surgen algunas polémicas (y costosísimas) infraestructuras, los circos mediáticos que se montan alrededor de ciertas tragedias, los vínculos que existen entre los poderosos situados en ambos lados de la ley, y el funcionamiento del tráfico de influencias. Lástima que casi todos los implicados en el proyecto parezcan haberlo abordado con el piloto automático puesto, incluyendo a un Jerry Goldsmith que, en sus últimos años, firmó muchas bandas sonoras correctas, pero pocas realmente inspiradas y del nivel mostrado en sus mejores épocas.
Esta indefinición no se extiende a los intérpretes, aunque es evidente que los veteranos se comen al principal protagonista, John Cusack, y que la relevancia del personaje interpretado (de manera correcta) por Bridget Fonda está metida con calzador. Al Pacino, con un personaje a su medida como es el del carismático alcalde, demuestra que es un grande. Casi toda la mayor gloria de la película le pertenece. También Danny Aiello, como político con conexiones con la Mafia e importante cultura musical, hace un trabajo excelente. Otros que están a gran nivel son Martin Landau y David Paymer, y hay que decir, por último, que la escena que comparten el capo mafioso Paulie Zapatti, a quien da vida Anthony Franciosa, y el personaje interpretado por Aiello, Frank Anselmo, en casa de este último, es una delicia.
Buena película, que aborda con inteligencia el mundo de la política y que, eso sí, deja un sabor agridulce por no haber aprovechado al máximo sus enormes posibilidades.