PORNDEMIC. 2018. 92´. Color.
Dirección: Brendan Spookie Daly; Guión: Brendan Spookie Daly; Dirección de fotografía: Chris Warren; Montaje: Brendan Spookie Daly; Música: Sean Slade; Producción: Evan Krauss y Brendan Spookie Daly, para Thunderbolt Productions (EE.UU.).
Intérpretes: Sharon Mitchell, Tom Byron, William Margold, Marc Wallice, Tricia Devereaux, Mark Cromer, Jim South, Mark Kernes, Herschel Savage, Ginger Lynn, Ron Jeremy, Michael Louis Albo, Mr. Marcus, Luke Ford, Tim Tricht.
Sinopsis: Crónica de un brote de SIDA que, en 1998, puso en jaque a la industria pornográfica estadounidense.
Brendan Spookie Daly debutó en la dirección de largometrajes con La epidemia del porno, documental que narra lo sucedido en la meca del cine para adultos estadounidense (el californiano Valle de San Fernando, conocido también como Pornvalley) cuando se descubrió que varias actrices se habían contagiado del virus del SIDA. Daly facturó un meritorio trabajo, que trata de encontrar las claves de un suceso en el que, como todo lo que afecta al mundo del porno, se prestó en su momento a todo tipo de rumorologías.
Spookie Daly estructura su película como si de se tratara de un thriller, en el que todo se dirige a recrear las pesquisas sobre quién fue el Paciente Cero, es decir, el actor que transmitió el virus del SIDA a diversas estrellas femeninas del porno allá por 1998. Pero antes, el director nos pone en antecedentes sobre un negocio que, en los años previos al escándalo analizado, cuyo impacto fue tal que hizo temblar los cimientos de la industria, superaba la facturación anual de cualquiera de las grandes ligas deportivas estadounidenses. Lejos quedaba el trauma originado por la aparición del vídeo y la facturación de la inmensa mayoría de las producciones pornográficas en ese formato, que en la práctica significó, salvo loables excepciones, el abandono de cualquier pretensión artística en el género (por ello, y por la tenaz lucha de los guardianes de la moral, parte de los cuales se hacían pasar por progresistas de distinto pelaje, el sueño de una futura convergencia con el cine convencional quedó atrás) y la instauración de un sistema de producción a destajo, a finales de los años 90 en el Valle de San Fernando todo eran buenas noticias: el negocio iba viento en popa, las principales estrellas del género se habían convertido en iconos de la cultura popular, y el incesante flujo de dinero y el período liberal que trajo consigo la administración Clinton ayudaron a que la Inquisición se tomara un ligero descanso. La industria vivía ajena al SIDA, porque jamás había habido una transmisión de la enfermedad dentro de ese núcleo cerrado (Disneylandia para adultos, lo llama uno de los entrevistados) que era el Pornvalley. Es sabido que diversas estrellas del porno habían fallecido a causa de esa enfermedad, incluyendo a ídolos como John Holmes, pero lo cierto era que, en todos los casos, los afectados se habían contagiado del VIH fuera de la industria y mediante prácticas relacionadas con el porno gay masculino y el consumo de drogas intravenosas. Es decir, que el muy liberal mundo del porno podía seguir perpetuando el estigma de que el SIDA era cosa de yonquis y maricones, y continuar viviendo feliz y amasando dinero gracias a películas que, cada vez más, eran una bomba de relojería desde un punto de vista estrictamente sanitario. Por eso, cuando en los primeros meses de 1998 empezaron a sucederse los positivos de actrices, estalló la bomba porque el contagio se había producido dentro de la industria, y el riesgo de parálisis era inmediato.
Y aquí empieza el thriller, que Daly orquesta con traviesa maestría: producido el terremoto, empezaron las prisas por averiguar quién había eludido los controles sanitarios y propagado el virus en los rodajes. Pronto, todas las sospechas se centraron en Marc Wallice, un actor que, pese a disfrutar de una posición de privilegio en la industria (en el mismo año 1998 había ganado el Óscar del porno a la mejor escena chico-chica junto a Misty Rain), se había mostrado muy remiso a cumplir con los protocolos sanitarios en los meses precedentes, y además padecía una severa drogodependencia. Sharon Mitchell, una antigua estrella del porno y ex-drogadicta reciclada a doctora, que para darle más miga a la historia había sido amante y compañera de jeringuillas de Wallice, hizo un listado de los intérpretes con los que habían rodado escenas las contagiadas (ardua tarea, porque todas esas actrices aparecían en más de diez films sólo en 1998 y una de ellas, Brooke Ashley, había sido penetrada analmente por 50 hombres en una de esas películas), y resultó que la recién premiada estrella masculina, que además había hecho porno gay y ejercido como chapero (según él, sólo en sus inicios en el negocio, pero parece haber pruebas que demuestran lo contrario) había introducido su hasta entonces preciada herramienta en todos los focos de VIH recién descubiertos en Pornolandia. La caída en desgracia de Wallice, un actor que había rodado unas 1700 películas desde 1982, de las cuales más de un millar están confirmadas, fue tan rápida como espectacular. Y, sacrificado el chivo expiatorio, esa industria alérgica al preservativo pudo seguir con lo suyo…
Aunque su banda sonora es muy mejorable, el film de Daly es magnífico en cuanto al montaje, elemento clave en el desarrollo de la historia y asimismo fundamental para que ésta enganche al espectador, incluso al que sólo esté interesado en ella de un modo superficial. Lo que queda es la descripción de una industria cuya naturaleza cuadra perfectamente con esa frase, que aparece sobreimpresionada en la película, dicha por una actriz que la conoce bien: «El porno es una gran familia. Como los Manson». Más allá del testimonio, como poco contradictorio, del propio Wallice, o el del amigo y compañero de piso con complejo de culpa, o el de testigos cercanos al suceso, o las más o menos informadas declaraciones de algunas grandes estrellas del porno, quien vea la película comprobará que Marc Wallice llevaba escrita en la frente la palabra culpable, pero que el desarrollo de la investigación que llevó a su desenmascaramiento pecó, como mínimo, de ligereza. Pero se trataba de salvar un gran negocio sin el que, no lo olvidemos, la vida moderna sería mucho menos soportable, y ya sabemos que hacer una tortilla sin romper algunos huevos es imposible.
En última instancia, decir que a esta interesante película le faltan algunas cosas: para empezar, sólo aparece una de las actrices a las que presuntamente Marc Wallice contagió el SIDA, Tricia Devereaux, por lo que uno echa en falta las declaraciones de alguna otra de las implicadas, o al menos una explicación de por qué no aparecen. Sea como fuere, quienes vean La epidemia del porno se encontrarán con un documental lleno de ritmo, que educa y entretiene y que, quizá de manera involuntaria, explica muy bien algunos mecanismos de funcionamiento de la sociedad en la que vivimos… que nunca viene mal tener en cuenta.