A RAINY DAY IN NEW YORK. 2018. 92´. Color.
Dirección: Woody Allen; Guión: Woody Allen; Dirección de fotografía: Vittorio Storaro; Montaje: Alisa Lapselter; Música: Miscelánea. Temas de Irving Berlin, Sergei Rachmaninoff, Erroll Garner, etc.; Diseño de producción: Santo Loquasto; Producción: Letty Aaronson y Erika Aronson, para Gravier Productions-Perdido Productions (EE.UU.).
Intérpretes: Timothée Chalamet (Gatsby); Elle Fanning (Ashleigh); Selena Gómez (Chan); Liev Schreiber (Roland Pollard); Jude Law (Ted Davidoff); Diego Luna (Francisco Vega); Rebecca Hall (Connie); Will Rogers (Hunter); Annaleigh Ashford (Lily); Kelly Rohrbach (Terry); Cherry Jones (Madre de Gatsby); Ben Warheit, Griffin Newman, Jonathan Hogan, Suki Waterhouse.
Sinopsis: Un excéntrico universitario viaja a Nueva York con su novia, aprovechando que ella tiene concertada una entrevista con un prestigioso director de cine.
Ajeno a su linchamiento público, motivado por unos hechos presuntamente acaecidos hace más de tres décadas y sobre los que desde entonces no se ha aportado nada que se asemeje a una prueba, Woody Allen continúa haciendo lo que mejor sabe: películas. Aunque, a falta de ver Wonder wheel, coincido con el parecer general de que sus largometrajes posteriores a Blue Jasmine son flojos, el retorno a los orígenes que para Allen supone Día de lluvia en Nueva York le ha sentado muy bien al director, que demuestra que sigue siendo capaz, le pese a quien le pese, de idear y ofrecer a su público una comedia romántica de calidad bastante superior a la media.
Convertido en los últimos tiempos en un cineasta itinerante, en parte por gusto y en parte por necesidad, desde los primeros planos de Día de lluvia en Nueva York queda claro para el espectador que Allen saca lo mejor de sí mismo cuando retrata su ciudad, quizá más mítica que auténtica, pero impecable a nivel cinematográfico. Como eje de la historia tenemos, cómo no, a un alter ego del director, en este caso veinteañero, que igualmente responde a una visión idealizada pero, y ahí está el talento de un artista, se revela como real desde que empieza a narrar su vida de joven desclasado, que reniega del pijerío que le rodea y prefiere pasar su tiempo jugando al poker o disfrutando de placeres a los que ni siquiera suelen acercarse las personas de su edad, más ocupadas en redes sociales, youtubers, superhéroes y demás chuminadas. Además de desclasado, fuera de época. En contra de lo que a priori pudiera creerse, ese muchacho peculiar tiene éxito con el otro sexo, y está emparejado con una bella aspirante a periodista que vive en una nube desde que ha recibido el encargo de entrevistar a uno de los más aclamados cineastas estadounidenses para el periódico de la universidad. Como esa entrevista ha de celebrarse en Nueva York, ciudad a la que el protagonista adora, qué mejor que utilizar la excusa del reportaje para enseñarle a tu pareja los lugares más bellos de la Gran Manzana durante un par de días. Sin embargo, todo se complica cuando en tu proyecto de fin de semana romántico se cruzan un director de cine en crisis creativa, la hermosa y despierta hermana menor de tu antigua novia, un guionista cuyo matrimonio se despedaza a golpe de cuernos, un sex-symbol latino, una explosiva prostituta, una madre exageradamente snob… y la metrópolis por excelencia en versión otoñal.
Woody Allen vuelve a casa: vaivenes amorosos, artistas a la deriva, el poder del azar, noches llenas de sorpresas a ritmo de jazz y Manhattan, siempre Manhattan. Es lo de siempre, podrá decirse, pero más jovial e inspirado de lo que lo fueron sus anteriores estrenos, y por eso la vieja canción vuelve a funcionar. Abundan más el romanticismo y la confesión que los chistes, aunque algunos de ellos, y pongo como ejemplo la explicación del itinerario de los artistas por la ciudad de Nueva York a través de los años, son graciosos. El genial Vittorio Storaro, convertido en la mano derecha de Allen en cuanto a lo visual desde hace unos años, pone todo su arte en retratar de una forma delicada, incluso amorosa, la belleza de una gran ciudad bajo la lluvia, y la de esos míticos lugares que Allen ha mostrado otras muchas veces y de los que aquí, ayudado por el maestro italiano, parece empezar a despedirse con emoción. Si suman a esto los sonidos del piano de Conal Fowkes, y por supuesto del portentoso Erroll Garner, llegamos a la conclusión antes mencionada: la misma pócima, pero de nuevo embriagadora; las cartas marcadas de la manera que ya conocemos, pero contentos de nuevo de que el tahúr Allen nos deje sin blanca.
La caída en desgracia de Woody Allen se percibe, por ejemplo, en la composición de sus repartos, en los que uno tiene la impresión de que el director ha pasado de escoger a quien quería, a reclutar a quien puede. Timothée Chalamet sigue dándome la impresión de ser un intérprete que abusa de la pose afectada, pero aquí luce a un nivel superior al de otras películas que le he visto, gracias en parte a un personaje bien escrito y lleno de interés, bajo el que adivinamos al joven que querría ser Woody Allen en estos tiempos. Elle Fanning se confirma a mis ojos como una de las jóvenes actrices estadounidenses más interesantes, y a Selena Gómez le faltan horas de vuelo en el cine, pero se agradece su interés por curtirse a las órdenes de buenos directores, y además tiene encanto. Nota alta para Rebecca Hall y Cherry Jones, y más correctos que sobresalientes Jude Law y Diego Luna. Liev Schreiber está bien, pero el artista en crisis al que da vida no me parece ni lo suficientemente torturado, ni lo suficientemente patético.
En resumen, que el mismo Woody Allen de siempre, con más gotas de inspiración que otros años, sigue siendo más que casi todos, si de comedia cinematográfica va el juego.