INCITEMENT. 2019. 123´. Color.
Dirección: Yaron Zilberman; Guión: Ron Leshem, Yaron Zilberman y Yair Hizmi; Dirección de fotografía: Amit Yasur; Montaje: Yonatan Weinstein y Shira Arad; Música: Raz Mesinai; Diseño de producción: Dani Avshalom; Producción: David Silber, Ruth Cats, Ron Leshem, Tamar Sela, Sharon Harel y Yaron Zilberman, para Opening Night Productions-Metro Communications-Mountaintop Productions-WestEnd Films (Israel)
Intérpretes: Yehuda Nahari (Yigal Amir); Amitai Yaish (Shlomo Amir); Amat Ravnitzki (Geula Amir); Yoav Levi (Hagai Amir); Daniella Kertesz (Nava); Sivan Mast (Margalit); Dolev Ohana (Dror); Raanan Paz (Avishai); Eldad Ben Tora, Lola S. Frey, Omer Perelman Striks, Gur Ya´ari.
Sinopsis: Un joven estudiante de Derecho asume las ideas del sionismo radical y conspira para asesinar al primer ministro israelí, Isaac Rabin, que acaba de firmar un acuerdo de paz con los palestinos.
Recibido el espaldarazo internacional gracias a El último concierto, Yaron Zilberman regresó a su país de origen, Israel, para dirigir un drama político que recrea el asesinato del primer ministro Isaac Rabin en 1995. Incitación, que ganó el premio a la mejor película que otorga la Academia de Cine de Israel y ha gozado de un mayoritario respaldo por parte de la crítica extranjera, se centra en la figura del autor del magnicidio, Yigal Amir, un estudiante de Derecho que simpatizaba con la extrema derecha y decidió atentar contra la vida del hombre que firmó los acuerdos de Oslo en nombre del estado judío.
Zilberman filma una película que, tanto en su concepto como en su desarrollo, respeta las normas del documental e incluye numerosas imágenes y audios de archivo que sirven al espectador poco versado en el conflicto árabe-israelí (es decir, a casi todo el mundo, por mucho que abunden los que pontifican acerca de tan espinoso asunto, convertido desde hace mucho tiempo en una especie de tertulia futbolística disfrazada de debate serio sobre política internacional) para retroceder hasta esa época confusa, y finalmente trágica, en la que pareció germinar la esperanza de una paz duradera en Oriente Medio. Como la misma película hecha por el otro bando es posible que no lleguemos a verla nunca, el director se centra en describir a quienes torpedearon el proceso de paz desde el lado israelí, poniendo el foco en el autor material del crimen y acusando de manera muy directa a quienes le convirtieron en un magnicida. Zilberman es valiente, y señala a los autores intelectuales del crimen con nombres y apellidos, pero también hay que decir que en ocasiones su relato, y me refiero en concreto al segundo tercio del mismo, se hace excesivamente denso y reiterativo, lo que deja la sensación de que al director, en su afán por describirlo todo al detalle, le ha faltado un mayor uso de la tijera en la sala de montaje. En lo que la película no falla un milímetro es en su visión de cómo se construye el odio en términos políticos: personas a priori muy respetables, muchas veces imbuidas de una autoridad que debemos entender en sentido religioso, crean o perpetúan el dogma, en cuyo núcleo figura la construcción de un enemigo exterior al que no se tarda demasiado en cosificar, para así dar justificación a cualquier atrocidad que contra él se cometa en nombre del ideal supremo; el siguiente círculo lo forman los que se aprovechan del dogma en beneficio propio, poseedores de autoridad en sentido político y encargados de empujar a las masas al seguimiento ciego de la única fe verdadera; por último, tenemos a los ejecutores, fanáticos que, con independencia del nivel de instrucción que posean, han perdido la capacidad para razonar sobre el dogma, se sitúan a sí mismos en un nivel muy superior a quienes no lo profesan y, en consecuencia, no titubean a la hora de emplear la violencia para imponer su verdad. En Incitación, los miembros del primer círculo son los rabinos; los del segundo, los políticos y líderes de opinión de la derecha (en especial Benjamin Netanyahu, una muy lograda versión hebrea de Richard Nixon), que asumen y expanden el ideario extremista porque saben que gracias a él llegarán al poder, y el macabro cuadro lo completan los asesinos como Yigal Amir, cuyo perfil psicológico merece ser analizado con cierto detenimiento, porque en él se da cita un cóctel explosivo: se trata de un joven sobreprotegido, hasta el punto de ser objeto de un cierto providencialismo por el lado materno, con formación militar, en el que se unen dos resentimientos muy fuertes, el étnico y el sexual. Amir es un judío de origen yemení, es decir, un ciudadano hebreo de segunda clase en un país regido por los ashkenazíes, que no le consideran racial ni socialmente apto para formar una familia con sus blanquísimas hijas; esta clase de sujetos se sienten obligados a la gesta para así poder acceder a esa clase superior a la que, por no pertenecer a ella en origen, se les niega la entrada. Por resumir, hablo de la furia del converso, presente en cualquier lugar en el que la sinrazón esté bien asentada, y que en este infausto caso se cobró la vida de un líder progresista. Zilberman no yerra cuando afirma que detrás del hombre que aprieta el gatillo están quienes le alentaron a hacerlo o, simplemente, se abstuvieron de disuadirle. Sí, esos que casi siempre se libran de cargar con las consecuencias del destrozo. Sólo el padre de Yigal, un hombre de fe cuya fuerza motriz no es el odio, le apercibe respecto a la monstruosidad que se plantea cometer, pero la suya es la voz del cuerdo en un mundo de locos. El director deja muy patente que el asesinato de Isaac Rabin fue un acto execrable, pero en ocasiones lo hace a costa de santificar a la víctima, lo que tampoco veo correcto porque tiene un punto de dogmatismo. No estaría de más plantearse siquiera que la política de paz a cambio de territorio, preconizada por Rabin, fuese errónea, o dejar claro que los acuerdos de Oslo contaban, en el estado de Israel, con la oposición de muchísimas personas nada sospechosas de extremismo. Lo triste, no obstante, es que los asesinos intelectuales de Isaac Rabin llevan formando parte del gobierno israelí casi desde entonces, con todo lo que eso significa para una sociedad.
Zilberman utiliza formas propias de la no-ficción, como el acentuado uso de la cámara en mano o la abundancia de primeros planos del protagonista, en cuyo rostro vemos la pujanza del odio. El estilo es seco, directo, y la música busca resaltar el tono amargo de una película que, además de un alegato, es la crónica de una triste derrota. Se consigue, eso sí, lo primordial: utilizar las herramientas más puramente cinematográficas (pienso en el modo de alternar las imágenes reales con las filmadas ex-profeso para la película) para conseguir que el espectador se implique en la trama.
Ha sido una sorpresa agradable ver el trabajo de un reparto compuesto por intérpretes desconocidos para mí, que además cuentan con una filmografía escasa, en general. Yehuda Nahari, que reaparecía en el cine después de varios años de ausencia, hace una labor de mucho mérito en la piel de un personaje al que se le da la excusa para sacar al exterior al monstruo que lleva tiempo incubando. Muy convincente es también la interpretación de Amitai Yaish, que da vida a una persona con la rara virtud del sentido común. La actriz más conocida del elenco, Daniella Kertesz, brilla también como amor contrariado de Yigal, y no se queda atrás Amat Ravnitzki como madre del protagonista.
No es perfecto, pero sí digno de alabanzas, lo hecho por Yaron Zilberman en esta película bien hecha en lo cinematográfico, y muy necesaria para entender mejor estos caóticos tiempos que nos ha tocado vivir. Porque Incitación habla de Israel, pero lo que en ella se cuenta tiene alcance universal.