JEREMIAH JOHNSON. 1972. 107´. Color.
Dirección: Sydney Pollack; Guión: John Milius y Edward Anhalt, basado en la novela Mountain men, de Vardis Fisher, y en el relato de Robert Bunker y Raymond W. Thorp Crow killer; Director de fotografía: Duke Callaghan; Montaje: Thomas Stanford; Música: Tim McIntire y John Rubinstein; Dirección artística: Ted Haworth; Producción: Joe Wizan, para Warner Bros. (EE.UU.).
Intérpretes: Robert Redford (Jeremiah Johnson); Will Geer (Garra de Oso); Delle Bolton (Cisne); Stefan Gierasch (Del Gue); Joaquín Martínez (Jefe de los indios Cuervos); Josh Albee (Caleb); Allyn Ann McLerie (Mujer loca); Richard Angarola, Paul Benedict, Charles Tyner, Jack Colvin, Matt Clark.
Sinopsis: Harto de la civilización, el desertor Jeremiah Johnson parte hacia las montañas para vivir en libertad. Su destino será el territorio de los indios Cuervos.
Sydney Pollack confirmó, con Las aventuras de Jeremiah Johnson, que mantenía el alto nivel de inspiración mostrado en su quinto largometraje oficial, Danzad, danzad, malditos. Director que, ya en la televisión, había mostrado ser un todoterreno, Pollack se enfrentó a un arduo rodaje, que se prolongó durante un año, para dar forma a una de las mejores películas de su filmografía, que al tiempo cimentó su entente con Robert Redford, sin duda la más provechosa y fructífera de su carrera.
En este drama sobre la experiencia del hombre en la naturaleza salvaje no es difícil encontrar la huella de uno de sus guionistas, John Milius, creador de un puñado de personajes cuyo nexo común es su carácter mesiánico. Jeremiah Johnson es, cronológicamente, el primero de ellos en dejar huella en el público. Apenas se nos dice nada acerca de los motivos que empujan al protagonista a abandonar de manera definitiva la civilización, más allá de que venía de combatir en la guerra que enfrentó, a mediados del siglo XIX, a los Estados Unidos con México. No resulta difícil comprender a quienes deciden mandar a sus semejantes al carajo, pero es innegable que la condición de prófugo del Ejército es un buen argumento para optar por establecerse en lugares escasamente populosos. Sea como fuere, Johnson, presentado por un narrador en la primera escena del film, se lanzó a la vida de los montañeses, tipos duros que se adentraban en territorio indio y vivían de lo que les daba una naturaleza inhóspita para los humanos. La primera parte del film recrea el proceso de adaptación de Johnson a ese entorno hostil, época en la que se cruza con algunos individuos, más avezados que él respecto a la vida en las montañas, de los que aprenderá algunas cosas útiles. También tienen lugar sus primeros encuentros con miembros de las tribus indias que poblaban la zona. El primer contacto del protagonista con la violencia interétnica tiene lugar cuando se topa con una mujer que ha perdido la razón porque los indios Cuervos han asesinado a su familia, a excepción de un niño incapaz de articular palabra. Johnson se responsabiliza de que el muchacho superviviente coja un barco que le lleve a lugares más seguros, pero de su encuentro con otra tribu india, los Cabezas Planas, saldrá con una esposa. Estas tres personas en mitad de la nada vivirán una etapa feliz, interrumpida de cuajo por el asesinato, por parte de los Cuervos, de la mujer y el niño, en represalia por el hecho de que Johnson, ejerciendo como guía de un destacamento militar, había escoltado al convoy a través de un terreno sagrado para los indígenas. Constatado el crimen, Jeremiah Johnson jura venganza.
La película se recrea en mostrar la belleza salvaje de la naturaleza, con un formidable trabajo de iluminación de Duke Callaghan, quien había debutado en ese cometido en el western de Pollack El valle de la venganza. Impresionan esos imponentes paisajes nevados, sí como el efecto que el sol genera sobre esas tierras prácticamente vírgenes. En ese entorno desaparecen las normas del mundo que conocemos, pues lo único de verdad importante es la supervivencia (cuestión esta muy cara a John Milius, por regresar al principio de la reseña). Por ello, las relaciones entre los personajes, ya sean amistosas o violentas, destacan por su pureza en unos parajes en los que el barniz de la sociabilidad no tiene cabida. Pollack, que nunca fue un narrador demasiado ágil, se las ingenia para que ese discurso naturalista y primario, en el que el recurso a los diálogos es limitado por necesidad, o más bien por pura coherencia narrativa, despierte interés y no caiga en lo repetitivo. En este aspecto, su trabajo en la dirección nunca fue mejor, como se demuestra en el uso del gran angular y en la manera en la que se superponen los planos para resumir acciones sucesivas del protagonista como su aclimatación a las montañas o los asesinatos de indios. Los encuentros de Jeremiah Johnson con el resto de personajes son siempre briosos y llenos de interés, destacando la aparición de la madre de Caleb, y la impactante entrada en escena de Del Gue, de quien sólo vemos la cabeza, ya que el resto de su cuerpo está enterrado en la arena. No es baladí mencionar que, en cuanto la civilización aparece por la montaña, en este caso representada por los uniformes del Ejército, es cuando se desencadena la tragedia. El mensaje que desprende la película puede ser naturalista, pero nunca deja de ser misántropo. Se disfruta también la música, en especial esa obertura que sumerge al espectador en el aliento épico que desprende todo el metraje.
Robert Redford ya era una estrella consolidada cuando se estrenó esta película, pero sin duda el personaje de Jeremiah Johnson le ayudó a demostrar que, más allá del sex-symbol, en él había un actor de fuste. Redford saca buen partido de la intrépida parquedad de su personaje, y supera con nota un reto complicado, también en lo físico. El veterano Will Geer hizo aquí uno de sus últimos papeles importantes en el cine, y está muy acertado como experto trampero. La debutante Delle Bolton cumple con creces en la que fue su única aparición en la gran pantalla, mientras que un muy curtido Stefan Gierasch representa uno de los puntos fuertes del film en el apartado interpretativo, capítulo en el que también lucen Ally Ann McLerie y Paul Benedict, este en el papel de religioso intolerante, valga la redundancia.
Gran película, que en muchos aspectos marca el punto más alto en la carrera de Sydney Pollack y que, sin duda, deja un poso duradero en el espectador casi medio siglo después de su estreno.