THE LIGHTHOUSE. 2019. 108´. B/N.
Dirección: Robert Eggers; Guión: Robert Eggers y Max Eggers; Director de fotografía: Jarin Blaschke; Montaje: Louise Ford; Música: Mark Korven; Diseño de producción: Craig Lathrop; Dirección artística: Matt Likely; Producción: Rodrigo Teixeira, Jan Van Hoy, Robert Eggers, Youree Henley y Lourenço Sant´Anna, para A24-Maiden Voyage Pictures-New Regency Productions-RT Features-Parts and Labor (Canadá-EE.UU.-Brasil).
Intérpretes: Robert Pattinson (Thomas Howard); Willem Dafoe (Thomas Wake); Valeriia Karaman, Logan Hawkes, Kyla Nicolle.
Sinopsis: Un farero joven y un veterano en el oficio deben convivir durante un mes, alejados del resto del mundo.
Si bien ya había llamado la atención de la cinefilia más curiosa gracias a su debut en el largometraje, La Bruja, fue con su segunda obra como director cuando Robert Eggers alcanzó un importante reconocimiento internacional, refrendado por el premio que la prensa le otorgó en el festival de Cannes. El faro es un film que, en numerosos aspectos, se aleja de las tendencias imperantes en el cine estadounidense actual, lo cual ya predispone a la opinión favorable de los inquietos y los entendidos, pero que se impone por su calidad y sus excelentes hechuras.
En esta película, Robert Eggers muestra una clara voluntad de estilo, de reivindicación de una personalidad propia como cineasta, tendencia que, en ocasiones, se hace demasiado evidente. Está claro que la escalera de caracol que da acceso al faro se presta al encuadre virtuoso, pero Eggers abusa de esa inclinación de un modo que hace que su presencia se haga demasiado explícita, incluso en aquellos momentos en los que el film navega solo y necesitaría quizás un trabajo de dirección más discreto. Las virtudes, que son muchas más que los defectos, empiezan por el hecho de que Eggers escoja hacer un film de época sin que en esa elección exista el más mínimo interés en reescribir episodios del pasado desde un punto de vista actual, irritante moda de estos tiempos que ha calado en Hollywood de mala manera. Lo que le interesa al director es explicar qué sucede con ciertos bípedos presuntamente inteligentes en situaciones de aislamiento extremo, y lo que ocurre no es otra cosa que la manifestación del animal salvaje que todos llevamos dentro. En El faro, Robert Eggers, que escribió el guión de la película junto a su hermano Max (ambos han leído a Melville, está claro), nos sumerge en una espiral de progresiva, y por fin predominante, irracionalidad. Lo hace por medio de una fotografía en blanco y negro que, de nuevo, le ubica en el terreno de la rareza. Su manera de filmar denota que ha estudiado bien los clásicos mudos, no sólo el expresionismo alemán, cuya influencia es palmaria en el film, sino también las obras seminales de la escuela nórdica que dirigieron Christensen, Sjöström y, por supuesto, Dreyer. Como dije antes, a Eggers le puede un poco su afán por deleitar al respetable con sus buenas maneras, pero lo más importante es que éstas, efectivamente, existen. Otro terreno en el que El faro se sitúa al margen de lo que se lleva ahora es en el hecho de que sus principales, por no decir únicos, protagonistas, son dos hombres de raza blanca. Entre ellos, individuos de carácter hosco, se establece una relación amo-siervo que, desde el principio, sabemos que no puede acabar bien, entre otras cosas porque el siervo es más joven y fuerte que ese veterano mutilado que disfruta humillándole. De forma paulatina, el director desgrana el día a día de estos dos hombres en un entorno completamente aislado del exterior, esas pocas semanas de forzosa convivencia en la que el alcohol es un elemento decisivo: nada más llegar al faro, el joven rechaza la ginebra que le ofrece su jefe, y se muestra contrario a la ingestión de licores en general. «Sus motivos tendrá un hombre que no bebe», replica el experto farero, encargado de la valoración profesional de su compañero. Esos motivos los iremos viendo en cuanto el joven cede y no sólo empieza a compartir tragos con su superior, sino a exceder de manera ostensible las dosis de alcohol que su cuerpo puede tolerar. Es ahí cuando entendemos el porqué de la actitud inicial del muchacho, porque salta que a la vista que el alcohol libera aspectos de sí mismo que sería mejor mantener a raya y que ya se manifestaron con violencia en el pasado, lo cual responde también a la pregunta de qué hace un muchacho apuesto en un lugar tan apartado del mundo. El alcohol crea una falsa camaradería entre los dos hombres, separados por algo mucho más sustancial como es su relación de poder, pero al final sirve como elemento propagador de la degeneración que planea sobre los dos personajes desde el principio, y que tiene su epicentro durante la gran tempestad. Después de ese episodio, es evidente que el estallido de violencia es cuestión de muy poco tiempo; su detonante será la obcecación del veterano por reservar para sí en exclusiva el acceso a la luz del faro, esa luz que, según confiesa al principio, volvió loco a su anterior compañero. El joven reacciona a esa afirmación con escepticismo, pero el resto de la película no es más que la cruel confirmación de esa frase.
En lo técnico, estamos ante una gran película, con la que el director de fotografía, Jarin Blaschke, entra con honores en la galería de profesionales de referencia en esa parcela. El rodaje se desarrolló en las mismas condiciones extremas que observamos en la película, lo que añade más mérito al trabajo de cuantos intervinieron en él. El resultado, manierismos al margen, es poderoso, a ratos lacerantemente real y a ratos producto de una larga pesadilla alcohólica. Así debe de ser, imagino, el proceso que lleva a la pérdida de la razón. La música, obra de un Mark Korven al que uno tenía perdido desde Cube, refleja también esa atracción por lo clásico que todo lo impregna, y lo hace de una forma notable. En escenas como la del segundo encuentro del joven farero con la sirena, la música de Korven y la manera de filmar de Eggers, vista a través de la cámara de Blaschke, crea una atmósfera malsana que ilustra mejor que cualquier diálogo el progresivo derrumbamiento mental del personaje. Es en ese vaivén entre lo realista y lo espectral donde se esconde el mayor acierto de la película, a mi juicio.
Cualquiera podría esperar que un actor de la talla de Willem Dafoe se luciera de lo lindo con un personaje tan apetitoso como el del veterano farero Thomas Wake y, en efecto, el trabajo de Dafoe es magnífico. La sorpresa la ofrece un Robert Pattinson que, poco a poco, va logrando su propósito de sacarse de encima el estigma de ser el protagonista masculino de la saga Crepúsculo. Es gracias al esforzado y potente trabajo de este actor que tenemos el duelo actoral de altura que la película promete y que no demasiados intérpretes treintañeros nos podrían brindar. Juntos, Dafoe y Pattinson crean escenas llenas de magnetismo, dotadas de una visceralidad sin la que el film se quedaría en algo menos de lo que es. A veces, simplemente repitiendo ambos la misma palabra a un volumen cada vez más alto y en una actitud progresivamente desafiante. Estos dos actores deberían sentirse orgullosos con el resultado de su duro esfuerzo.
Situado ya como uno de los directores más prometedores del reciente cine estadounidense, habrá que estar atentos a las siguientes obras de Robert Eggers, a tenor de lo mucho bueno visto en El faro.