NADIE HABLARÁ DE NOSOTRAS CUANDO HAYAMOS MUERTO. 1995. 102´. Color.
Dirección: Agustín Díaz Yanes; Guión: Agustín Díaz Yanes; Dirección de fotografía: Paco Femenía; Montaje: José Salcedo; Música: Bernardo Bonezzi; Diseño de producción: Benjamín Fernández; Producción: Edmundo Gil Casas y Manolo Matji, para Sogepaq-Xaloc-Flamenco Films-Canal + España-CARTEL (España).
Intérpretes: Victoria Abril (Gloria); Pilar Bardem (Doña Julia); Federico Luppi (Eduardo); Ángel Alcázar (Juan); María Asquerino (Esperanza); Daniel Giménez Cacho (Oswaldo); Ana Ofelia Murguía (Doña Amelia); Fernando Delgado, Guillermo Gil, Saturnino García, Demián Bichir, Bruno Bichir, Marta Aura, Laura Mañá, Francis Lorenzo, Antonio Dechent, Ramón Langa, Curro Vázquez, Antoñete.
Sinopsis: Gloria, esposa de un torero en coma, ejerce la prostitución en México, donde asiste a una refriega entre policías y sicarios del narco, después de la cual accede a una documentación de suma importancia para los traficantes.
Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto supuso el espectacular debut en la dirección de largometrajes de Agustín Díaz Yanes, guionista de vocación tardía que, después de adquirir un notable prestigio en este campo, dio el salto a la realización a iniciativa de la actriz para la que escribió el papel protagonista de la película, Victoria Abril. Este drama duro, que mezcla distintos géneros y aúna un carácter intrínsecamente español con influencias internacionales, arrasó en los Goya y parecía el inicio de una carrera exitosa que, en realidad, no ha vuelto a acercarse a las cotas alcanzadas en esta ópera prima.
El director comentó en numerosas ocasiones que su principal referente a la hora de dar con el tono que quería para su película fue el Martin Scorsese del Nueva York más oscuro, en concreto el de Malas calles. Desde el prólogo, Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto es un film sin concesiones, un homenaje a los perdedores que luchan por salir a flote cuando todo está en su contra. A esta categoría de individuos pertenece Gloria, una mujer que tenía una buena vida hasta que su marido, un torero en alza, sufrió una cogida que lo dejó en estado vegetativo. Unas cuantas malas decisiones y mucho alcohol después, Gloria ha dado con sus huesos en México, y no ha encontrado mejor modo de ganarse la vida que haciendo felaciones. Esta cuesta abajo la lleva a estar presente en una refriega entre unos narcotraficantes y unos policías de paisano. De allí sale Gloria ensangrentada y presa del pánico, pero con unos papeles que pueden cambiar su suerte: la relación de los negocios en los que el cártel de la droga blanquea el dinero obtenido en el narcotráfico. Repatriada después del incidente, Gloria regresa a Madrid dispuesta a obtener beneficio de la documentación que posee, mientras se reencuentra con su suegra, la mujer que mejor la entiende, y con su agonizante esposo.
En poco más de hora y media, Díaz Yanes traza un poderoso retrato de dos mujeres tremendamente fuertes en su vulnerabilidad, capaces de levantarse tras cada golpe y de seguir haciendo frente a los sinsabores de la vida. Lo hace sin ñoñerías ni sentimentalismos, a través de unos personajes que rezuman verdad y en los que se esconde una riqueza de matices que no es habitual en nuestro cine, ni en ningún otro que uno conozca. La violencia se muestra de una forma cruda, lejos del espectáculo coreográfico tan en boga en aquellos tiempos gracias a las primeras obras de Tarantino, y los diálogos están cargados de sentido. No obstante, destacan algunas escenas en las que las palabras son mera anécdota, como aquella en la que Gloria visita un bar al principio de la película y apreciamos la lucha entre la alcohólica que es y la mujer sobria y práctica que desearía ser. Díaz Yanes encuentra espacio para homenajear al mundo taurino, tan caro a sus gustos, para hacer hincapié en las profundas heridas que dejaron la guerra civil y los decenios de dictadura fascista, e incluso para hablar de la divinidad gracias al personaje de Eduardo, un veterano sicario que llega a Madrid persiguiendo a Gloria y al que la enfermedad de su hija ha llevado a replantearse su trabajo, y también su relación con Dios. No contento con esto, el director también aborda las consecuencias, especialmente graves para las personas de escasa formación académica, de un sistema laboral en perpetuo desajuste. Las colas kilométricas ante las oficinas de empleo explican lo que es España mejor que muchos libros de Historia. En el montaje, casi cortante, se aprecian con nitidez las influencias del cine negro estadounidense, mientras que la fotografía apuesta por un realismo casi naturalista, sin que varíe el tono entre las escenas que suceden en México y las que tienen lugar en Madrid. Bernardo Bonezzi, en su etapa más prolífica como compositor cinematográfico, firma una banda sonora contenida e interesante, que queda como uno de sus últimos trabajos de verdadera relevancia.
Como acostumbra a acontecer con las buenas películas, el trabajo del elenco de intérpretes es de alto nivel. Victoria Abril, actriz llena de talento, hace una de sus mejores interpretaciones para la gran pantalla, lo que es mucho decir, pues insufla no poca energía a un personaje muy sufridor, pero nada victimista. Pilar Bardem encontró en esta película la oportunidad de lucir en un papel principal que pocas veces había disfrutado hasta entonces, y la aprovechó en la piel de una mujer bondadosa, pero dotada de una gran firmeza de carácter. Federico Luppi, un actor capaz de aportar distinción incluso a los personajes más oscuros, brilla como sicario que empieza a conocer la culpa, y es de destacar la breve pero remarcable intervención de María Asquerino. Los mexicanos Ana Ofelia Murguía y Daniel Giménez Cacho tampoco desentonan, que digamos.
Gran película, sin duda la mejor de su director y una de las más importantes de las realizadas en España en la postrera década del siglo XX.