REAP THE WILD WIND. 1942. 121´. Color.
Dirección: Cecil B. De Mille; Guión: Charles Bennett, Alan Le May y Jesse Lasky Jr., basado en el relato de Thelma Strabel publicado en el Saturday Evening Post; Dirección de fotografía: Victor Milner y William V. Skall; Montaje: Anne Bauchens; Música: Victor Young; Dirección artística: Roland Anderson y Hans Dreier; Producción: Cecil B. De Mille, para Paramount Pictures (EE.UU.)
Intérpretes: Ray Milland (Stephen Tolliver); Paulette Goddard (Loxi Claiborne); John Wayne (Capitán Jack Stuart); Raymond Massey (King Cutler); Robert Preston (Dan Cutler); Susan Hayward (Drusilla Alston); Lynne Overman (Capitán Philpott); Louise Deavers (Maria); Victor Kilian (Widgeon); Charles Bickford, Martha O´Driscoll, Hedda Hopper, Walter Hampden, Elisabeth Risdon, Oscar Polk, Ben Carter, William Davis, J. Farrell MacDonald, .
Sinopsis: Entrado el siglo XIX, el comercio marítimo es la base de la economía estadounidense, pero en las costas de Florida existen organizaciones que aprovechan los arrecifes existentes para provocar el hundimiento de las embarcaciones, y así poder quedarse con las mercancías que transportan.
El nombre de Cecil B. De Mille está unido en la historia del cine al concepto de gran espectáculo. Considerado uno de los hombres que contribuyó en mayor medida a que Hollywood se convirtiera en la Meca del séptimo arte, De Mille fue también un cineasta que, en una época en la que los actores eran el principal, por no decir casi el único, reclamo de las películas, logró que su presencia tuviera al menos tanto protagonismo como el de las estrellas de la gran pantalla. El primer film dirigido por De Mille una vez los Estados Unidos entraron en la Segunda Guerra Mundial fue Piratas del mar Caribe, una obra de aventuras en la que, como era marca de la casa, se intentaba aunar el entretenimiento de masas con la calidad artística. De nuevo, De Mille salió triunfante del desafío, pues fue capaz de facturar una película de gran formato que no sólo se quedaba en el puro espectáculo.
Prueba de que el máximo artífice tenía interés en no descuidar la parte literaria de su superproducción, es que recurriera a tres guionistas talentosos: Charles Bennett era un escritor de confianza de Alfred Hitchcock desde su etapa inglesa, y su currículum habla por sí mismo; Jesse Lansky Jr. había participado en la escritura de los films más recientes de De Mille, con resultados satisfactorios, y Alan Le May, que había debutado como guionista en la obra precedente de De Mille, Policía montada del Canadá, se ganó a pulso la condición de escritor de cabecera del director en la última etapa de su trayectoria. Ellos tres elaboraron un libreto en el que, más allá de los abordajes, las tempestades y las aventuras submarinas, hay una historia sólida, unos personajes con peso y dotados de cierta complejidad, y un aviso para navegantes respecto a las precauciones que hay que tomar frente a quienes anteponen su provecho personal al interés de la nación. Una nación, reitero, que acababa de entrar en guerra. La acción nos lleva hasta el siglo XIX, y se desarrolla principalmente en la zona más peligrosa para la navegación de las costas de Florida. en concreto la que se halla más al sur de los Estados Unidos. Allí operan organizaciones que presuntamente se dedican al salvamento de los buques arrojados contra los arrecifes próximos a la costa, si bien el objetivo oculto de varias de ellas es el saqueo de las mercancías transportadas por esos navíos. El capitán Jack Stuart ve cómo su barco embarranca por culpa del mal tiempo, y también de la acción de algunos de sus tripulantes, comprados por King Cuttle, un poderoso personaje de Cayo Hueso que, además de ejercer la abogacía, lidera una de esas organizaciones delictivas. Herido durante el naufragio, Stuart se recupera en casa de Loxi, una joven rebelde para la que aquellas costas tampoco tienen secretos. Ambos se enamoran, pero, ante la falta de pruebas que incriminen a Cuttle, el capitán Stuart es obligado a acudir a Charleston, sede de la naviera, donde se le considera culpable de lo sucedido. Lejos de cumplir su sueño de llevar el timón del barco de vapor que ha de ser el nuevo emblema de la compañía, Stuart se ve apartado de la navegación, y responsabiliza de ello a Stephen Tolliver, un joven y pujante directivo de la empresa que, además, queda cautivado por Loxi en cuanto la conoce. La rivalidad profesional y personal entre ambos hombres, así como las malas artes de Cuttle para seguir beneficiándose de los naufragios, son los elementos que marcan el desarrollo de una película muy entretenida, con un guión bien hilvanado, buenos diálogos y personajes construidos con criterio, pero a la que pierde en su tramo final su decidida apuesta por el espectáculo. No seré yo quien menosprecie la calidad de una secuencia submarina técnicamente muy compleja, pero sí diré que, al contrario de lo que sucede con las también muy vistosas escenas de rescates, abordajes y tempestades en alta mar, la presencia de un calamar gigante no se justifica de otro modo que por la insistencia de De Mille en el más difícil todavía.
Piratas del mar Caribe, y esta es una cualidad que debe subrayarse en ella, va más allá del absoluto maniqueísmo. Es evidente que King Cuttle representa la codicia sin escrúpulos, y que es un villano en toda regla, como lo es que Stephen Tolliver es el anverso de Cuttle, como se aprecia de modo diáfano en el juicio que les enfrenta a ambos. La ambigüedad moral que resaltaba se halla en Jack Stuart, un hombre al que la ambición y los celos le ciegan hasta el punto de venderse al causante último de sus desgracias, y en Loxi, una mujer noble que yerra al apoyar ciegamente al objeto de su amor. Los códigos morales, eso sí, son los de la época en la que fue rodada la película, y seguro que en ella hay escenas que escandalizarían a los guardianes de la moral seudoprogresista, pero por suerte en este blog no hay espacio para esas arrogantes criaturas por educar.
En lo técnico, Piratas del mar Caribe responde a lo que razonablemente puede asociarse a Cecil B. De Mille, por su sentido del espectáculo, su hábil manejo de las opciones fílmicas más novedosas para su época y, todo sea dicho, por su postrera inclinación a lo aparatoso. Es de destacar la belleza de la fotografía, así como la mano maestra con la que están resueltas las escenas más complejas de rodar, que son las de multitudes y las que muestran a los navíos y a sus tripulantes como peleles a merced de la meteorología. Otro aspecto que brilla es la banda sonora de Victor Young, compositor muy dotado para la épica a cuya sapiencia ya había recurrido De Mille en anteriores ocasiones. En concreto, la forma de ilustrar la secuencia submarina que emplea Young ejerció notable influencia en otros músicos que abordaron posteriormente escenas similares.
La película se beneficia también de la labor de un excelente reparto, en el que el carisma y la elegancia de Ray Milland brillan de manera especial. El gran actor galés dota a su personaje de su particular punto de ironía, que ayuda mucho en las partes más ligeras de la película, pero está igualmente a la altura cuando su papel implica un mayor derroche de energía y esfuerzo físico. Paulette Goddard hace aquí uno de sus mejores trabajos en el cine, en la piel de una joven intrépida y más dotada de energía que de inteligencia analítica, a la que al fin salva su nobleza de espíritu. John Wayne, por entonces lejos de ser la estrella que luego fue, encarna al personaje de mayor ambigüedad moral, y lo cierto es que no desentona, pese a tratarse de un rol alejado de lo que Wayne ha representado en el mundo del cine. Como villano de excepción tenemos a todo un especialista en la materia como Raymond Massey, que bordaba este tipo de caracteres amorales y aquí lo hace una vez más. Unos jóvenes Robert Preston y Susan Hayward representan con su calidad habitual a los protagonistas de un romance desgraciado, mientras que Lynne Overman brilla como experto lobo de mar en el que fue uno de sus últimos papeles. Como curiosidad, este fue el último papel dramático de quien luego fue la reina del cotilleo en Hollywood, Hedda Hopper.
Espectáculo de altos vuelos y rodado con muy buen estilo, que ganó con todo merecimiento el Oscar a los mejores efectos visuales, y que deja claro el talento de su director para armar y desarrollar esos proyectos de gran envergadura que fueron su marca de fábrica.