CARMEN. 1983. 102´. Color.
Dirección: Carlos Saura; Guión: Carlos Saura y Antonio Gades, basado en la novela de Próspero Merimée y en la ópera de Georges Bizet; Dirección de fotografía: Teo Escamilla; Montaje: Pedro Del Rey; Música: Paco de Lucía; Diseño de producción: Félix Murcia; Producción: Emiliano Piedra y Carlos Saura, para Emiliano Piedra Producciones Cinematográficas (España).
Intérpretes: Antonio Gades (Antonio); Laura del Sol (Carmen); Paco de Lucía (Él mismo); Cristina Hoyos (Ella misma); Juan Antonio Jiménez (Juan); José Yepes (Pepe Girón); Sebastián Moreno (Escamillo);Pepa Flores, Gómez de Jérez, Manolo Sevilla, Antonio Solera, Manuel Rodríguez, Lorenzo Virseda, La Bronce, El Fati, Enrique Ortega, Enrique Pantoja, Diego Amaya, Carmen Villa, Rocío Navarrete, Ana Yolanda Gaviño, Stella Arauzo.
Sinopsis: Un coreógrafo prepara un montaje en clave flamenca de Carmen. Su relación con la protagonista femenina se irá pareciendo cada vez más a la descrita en la obra.
Aunque Carlos Saura dirigió dos películas entre ambas, Carmen supuso la continuación natural de Bodas de sangre, la obra que sirvió como carta de presentación de la intensa y fructífera querencia del cineasta aragonés por el flamenco. Como en aquella ocasión, Saura tomó como punto de partida una importante pieza literaria y otorgó el protagonismo a Antonio Gades, una de las grandes figuras de la historia del baile español, que ya había formado parte del elenco de Los Tarantos, obra seminal de la simbiosis entre cine y cante jondo. El resultado fue un film de alto valor artístico que fue mejor recibido en el extranjero que en España, imagino que por los prejuicios y complejos con los que buena parte de la intelectualidad, y también del gran público, se enfrenta al género musical más valioso de cuantos hayan germinado en España, con notable diferencia respecto al resto.
Saura plantea la historia como un ejercicio de metalenguaje, en el que un prestigioso bailaor se sumerge en los ensayos de su versión flamenca del clásico de Merimée, mientras su relación con la elegida como primera bailarina del montaje va pareciéndose cada vez más a la descrita en la pieza adaptada. No es aquí, sin embargo, donde se encuentra el mayor atractivo, pues tampoco es que la historia posea una especial riqueza. De hecho, no es Carmen la primera película de Saura, un director que ama implicarse en la escritura de sus filmes, que está mejor dirigida que guionizada, ni desde luego sería la última. Donde triunfa el aragonés es en su forma de enlazar la enfermiza pasión que emana del romance entre la cigarrera y el soldado, con esa otra, no menos intensa, que forma parte de la esencia misma del flamenco, un arte que surge de lo más profundo y que, como dijo uno de sus más excelsos analistas, sólo pueden comprender quienes de verdad hayan sentido pena en el alma. Saura nos describe a ese artista que vive y ama con la misma pasión que pone cuando baila, y a través de él explica a su público lo que es de verdad un arte que ha pasado de los gitanos andaluces a ser patrimonio de la humanidad: la quintaesencia del sentimiento puro. En la forma en que narra Saura, la voluble Carmen viene a simbolizar también el carácter siempre esquivo y caprichoso de las musas, la volatilidad de esa inspiración que aparece cuando le viene en gana, casi siempre precedida de muchísimo trabajo.
Lejos quedan todavía las arriesgadas apuestas estéticas que Saura llevará a cabo en varias de sus posteriores incursiones en el flamenco, así como en otros estilos musicales que también han sido testigos de su mirada. Aquí predomina, en la iluminación, el marcado tono realista característico de un Teo Escamilla a quien poco había que explicarle sobre el arte jondo. Hablamos de una puesta en escena eminentemente teatral, y de un film rodado casi de forma exclusiva en interiores cuyo centro neurálgico es el local de ensayo de la compañía de baile, convertido en un microcosmos al que apenas llegan otros ecos del exterior que aquellos que sirven para precipitar la tragedia. Por un lado, la cámara de Saura retrata con respeto y admiración el trabajo de unos artistas marcados por el perfeccionismo de su director, pero a la vez la película se encarga en subrayar su condición de ejercicio metalingüístico, algo muy evidente en la escena final y en ese último travelling que parece marcar distancias con el drama pasional con el que culmina la historia. Con todo, la maravilla está en el modo de captar el poderío y el embrujo, así como la incontrovertible pulsión erótica, del desplante, esa pasión desatada que es típica en el flamenco y que vemos no sólo en la jondura y el rictus trágico de los protagonistas, sino también en los momentos de distensión y en esa alegría también muy sincera de la que hacen gala los flamencos cuando se juntan y pueden cantar y bailar sin ataduras, en total libertad. Y por supuesto, está la música, que nos conquista a través de la genialidad de Paco de Lucía y, por medio de los extractos que se incluyen de la ópera compuesta por Georges Bizet, ayuda a marcar sin palabras las similitudes entre el romance literario y el (falsamente) real.
Como ya se ha dicho, el protagonismo recae en un Antonio Gades al que se nos presenta siempre circunspecto, entregado a su arte y desgarrado por una pasión condenada al fracaso. No hay en él un atisbo de alegría, lo que supone un agudo contraste con el estereotipo del flamenco despreocupado y juerguista que tiene mucho de media verdad. A su lado, encontramos a la debutante Laura del Sol, a mi juicio una de las actrices más desaprovechadas del cine español posterior a la dictadura. Su magnética belleza y su nada desdeñable talento la sitúan en los cánones más estrictos de la femme fatale a la andaluza ideada por Merimée, aunque quizá se quede algo corta al expresar el misterioso hechizo de su personaje, que por otra parte el guión tampoco es capaz de expresar sin recurrir a las palabras. Del enorme arte de Cristina Hoyos poco hay que decir, salvo resaltar su magnificencia en esa escena de la pelea en la fábrica de tabacos que está filmada con un aire muy a lo West Side Story. Paco de Lucía no juega a ser actor, y hace bien, pero su presencia ayuda a aportar un plus de autenticidad que queda amplificado por la intervención de un puñado de artistas, muchos de ellos poco conocidos, ideales para que los profanos entiendan lo que es el flamenco puro. Por último, mencionar la breve aparición de Pepa Flores, muy poco antes de su retirada definitiva.
Una delicia para los amantes del flamenco, y de la música en general. Quizá el segundo capítulo de la trilogía Saura-Gades sea algo endeble en lo narrativo, pero va sobrado de ese atributo tan flamenco que se llama embrujo.