AMERICAN BEAUTY. 1999. 122´. Color.
Dirección: Sam Mendes; Guión: Alan Ball; Dirección de fotografía: Conrad L. Hall; Montaje: Tariq Anwar y Christopher Greenbury; Música: Thomas Newman; Diseño de producción: Naomi Shohan; Dirección artística: David S. Lazan; Producción: Bruce Cohen y Dan Jinks, para Jinks/Cohen Company-Dreamworks Pictures (EE.UU).
Intérpretes: Kevin Spacey (Lester Burnham); Annette Bening (Carolyn Burnham); Thora Birch (Jane Burnham); Mena Suvari (Angela Hayes); Wes Bentley (Ricky Fitts); Chris Cooper (Coronel Fitts); Peter Gallagher (Buddy Kane); Allison Janney (Barbara Fitts); Sam Robards, Scott Bakula, Barry Del Sherman, Amber Smith, Marissa Jaret Winokur, Joel McCrary.
Sinopsis: Un hombre, en plena crisis de la mediana edad, recupera la fe en sí mismo al sentirse atraído por una amiga de su hija.
En los últimos años del pasado milenio, el cine norteamericano facturó perlas con una frecuencia que no ha vuelto a ser vista desde entonces. Una de las más brillantes fue American beauty, obra maestra que encumbró a dos personajes importantes como Sam Mendes, que debutaba en la realización de largometrajes después de haberse labrado un notable prestigio como director de teatro, y Alan Ball, guionista que ha dado lo mejor de sí mismo en el mundo de la televisión. Éxito inmediato, esta ácida disección del modo de vida americano arrasó en la ceremonia de los Óscar, en una de esas contadas ocasiones en las que los premios acompañan al mayor talento, y no ha perdido un ápice de su fuerza con el discurrir de los años.
Son varios los guiones que me vienen a la cabeza cuando pienso en aquellos que están a un paso de la perfección, y uno es, sin duda, el que escribió Alan Ball y contribuyó en gran manera a dar forma a la ópera prima de Sam Mendes. Como en El crepúsculo de los dioses, la historia nos es contada por un cadáver, aunque, para ponernos en situación, lo primero que vemos es un vídeo casero en el que la hija adolescente del narrador le define como un pobre hombre a quien harían un favor asesinándolo. La voz en off del protagonista, que nos narra el último año de su existencia, no sólo no desmiente el cruel mensaje de su única descendiente, sino que lo corrobora, dando fe de que, en plena crisis de los cuarenta, no es más que un muerto en vida bajo la apariencia exterior de un modélico padre de familia. Con todas sus necesidades materiales cubiertas, Lester Burnham es un cuarentón apático y frustrado que ha perdido el respeto hacia sí mismo y, en consecuencia, no puede esperar otra cosa que el menosprecio de quienes le rodean. Sin remilgos, confiesa que su mejor momento cotidiano sucede cuando se la casca cada mañana en la ducha, algo que difícilmente a cualquiera que esté inmerso en la crisis de la mediana edad le resultará difícil de entender. No obstante, cuando Lester acude, haciendo gala de su desgana característica, al debut de su hija en el equipo de animadoras del instituto, ese muerto viviente tendrá una revelación, que se le presenta en la forma, mitad pervertida y mitad virginal, de la cheerleader más sexy de todo el conjunto, y amiga de su hija por más señas. No es que a partir de ahí reaparezca en Lester el deseo de volver a resultar sexualmente atractivo para las féminas, que también, sino que la cosa va incluso más allá, porque Lester entiende que la forma idónea de recuperarse a sí mismo no es otra que desandar lo andado, es decir, volver a ser joven, porque, no nos engañemos, la vida adulta acostumbra a ser una frustrante puta mierda en la que uno se convierte en una pálida caricatura de lo que esperaba ser. En ese regreso a sus años dorados, Lester se dedica a recuperar la forma física, con la ayuda de unos vecinos homosexuales que salen a correr cada mañana, y también vuelve a beber cerveza y a fumar marihuana, sustancia que le proporciona Ricky, un nuevo vecino, hijo de un militar de ideas y costumbres fascistas, que gusta de filmar todo lo que le rodea con su videocámara y empieza a hacer buenas migas con la hija pasivo-agresiva del resucitado. De Ricky toma también Lester el valor para abandonar su trabajo de mierda, cosa que hace a lo grande, recurriendo al chantaje para obtener una indemnización cuantiosa. Confieso que la escena en la que el recién contratado evaluador de la empresa (eufemismo aplicado a quien debe seleccionar a los empleados que habrán de irse al paro) lee la descripción que hace Lester de su puesto de trabajo me sumerge en un mar de carcajadas cómplices. Que desee un empleo basura, sin ninguna responsabilidad, es algo que tampoco debe resultar extraño a quienes han entendido que el trabajo es algo mucho menos importante de lo que se cree, y que resulta muy dudoso que haya dignificado a nadie.
La transformación de Lester afecta, y no de un modo superficial, a todos los que le rodean: su esposa, que es una de esas mujeres hechas a la medida del sueño americano, a las que lo que de verdad las excita es el éxito, encuentra el modo de realizarse intercambiando fluidos corporales con el vendedor inmobiliario número uno de la zona y aprendiendo a manejar armas de fuego; a la hija del matrimonio le bastará con sentirse querida (ay, la bendita simpleza adolescente), mientras que su amiga aprenderá a aceptar las diferencias entre ella misma y la imagen que se empecina en proyectar; por su parte, Ricky hallará la dosis de rebeldía que necesita para plantar cara a su despótico y acomplejado padre. He aquí cómo, en cuanto alguien se mueve en la foto de la familia perfecta en el vecindario perfecto, todo lo demás deja de encajar. Y de eso, de encajar, o mejor dicho, de los ímprobos, y a la postre inútiles, esfuerzos que todos hacemos por ajustarnos a unos modelos de felicidad impuesta que, por mucho que lo intentemos, sólo son válidos si renunciamos a nuestra individualidad, que es lo más (lo poco, de hecho) valioso que tenemos, es de lo que va la película. De eso, y de recalcar que nuestra vida de mierda es el más preciado patrimonio de que disponemos, y deberíamos cuidarla porque un día se acaba y (lo siento por los vendedores de paraísos) con ella se acaba todo. Los que ya no están nos lo dirían, si tuvieran ocasión. Pero bueno, ya nos lo dicen Alan Ball y Sam Mendes.
En la puesta en escena se nota la mano de un gran director, no la de un debutante. En ella hay mucha claridad de ideas, un perfecto ajuste con la narrativa (mucho se ha aludido a la simbología del color rojo, que alude tanto al deseo como al peligro), y una capacidad expositiva que va mucho más allá de las palabras. Ahí están el fulgor cromático de los sueños de Lester, la poesía cotidiana de los vídeos caseros de Ricky y el falso brillo de los planos del hogar y el vecindario de los Burnham para demostrar, por un lado, que Mendes sabía muy bien la clase de material que tenía entre manos, y también que es muy sano rodearse de un maestro como Conrad Hall, quien no en vano había iluminado años atrás varias de esas películas que ya nacieron grandes. Ahí está también el modo de filmar el rostro de una Carolyn empeñada en ser una exitosa vendedora de pisos, y su hundimiento frente al espejo de la siempre cruel realidad. En American beauty hallaremos también uno de los modos más perfectos que servidor haya visto de utilizar el ya manido recurso de la tempestad como marco para la catarsis. Y si todo esto a alguien le parece poco, que escuche la minimalista e irónica partitura de Thomas Newman, o repare en que la selección musical (el rock como vuelta al edén de la juventud perdida para el protagonista) es difícil de mejorar.
Todo lo anterior no tendría el mismo esplendor si la película no contase con una pareja protagonista cuyo desempeño está más allá del elogio. Extensos fueron los comentarios entusiastas hacia el trabajo del hoy condenado al fuego inquisidor (ese que impedirá que en el futuro veamos películas como esta) Kevin Spacey. pero quisiera destacar que estamos ante la mejor interpretación de Annette Bening en toda su carrera, porque dota de humanidad a un personaje que es carne de sátira, lo que le impide caer en la caricatura, y en especial por su modo de derrumbarse ante las cámaras: si la ya comentada secuencia en la que Carolyn se enfrenta a su fracaso profesional es un lujo, qué decir de la estremecedora escena final en la que ella, de espaldas a cámara, lo comprende todo frente a la ropa de Lester colgada en el armario. Hay otras actrices, mucho más prolíficas y laureadas, que no han hecho ni harán esto igual de bien que Annette Bening. De las que sí, y estoy pensando únicamente en las estadounidenses, se me ocurre Julianne Moore… y ninguna otra. Del resto del elenco destaco a Chris Cooper, cuyo personaje, además de ser un compendio de lo que suele haber detrás de la homofobia, es uno de los que más sentido da a la película, y no sería el mismo sin la enérgica interpretación de este notable actor. Thora Birch cumple, pero no destaca, en la piel de una adolescente típicamente atípica, y a Mena Suvari la veo más justita cuando a su personaje se le cae la máscara que en su papel de ninfa objeto de las más variadas fantasías sexuales masculinas. Wes Bentley resulta convincente en el papel del joven rarito, y Peter Gallagher da un buen perfil en un papel que, eso sí, ha repetido muchas veces a lo largo de su carrera. Allison Janney no destaca en exceso, aunque ello se debe en buena parte a que interpreta a un ser también condenado a la muerte en vida.
Obra maestra, dije al principio. Sin duda, una de las grandes películas del siglo XXI, pese a que se rodara y estrenara todavía en el anterior. O quizá, precisamente, por eso.