LE RAYON VERT. 1986. 98´. Color.
Dirección: Eric Rohmer; Guión: Eric Rohmer, con la colaboración de Marie Rivière y los principales intérpretes de la película; Dirección de fotografía: Sophie Maintigneux; Montaje: María Luisa García; Música: Jean-Louis Valéro; Producción: Margaret Ménégoz, para Les Films du Losange (Francia).
Intérpretes: Marie Rivière (Delphine); Béatrice Romand (Béatrice); Rosette (Françoise); María Luisa García (Manuelle); Eric Hamm (Edouard); Vincent Gauthier (Jacques); Carita Holmström (Lena), Joel Comarlot (Joel); Brigitte Poulain, Gerard Leleu, Huger Foote, Marc Vivas.
Sinopsis: Delphine, una secretaria parisina treintañera, ve cómo sus soñadas vacaciones en las islas griegas se van al traste en el último momento. Eso, y el no haber superado la ruptura con su antigua pareja, la sumen en la tristeza.
En contraste con lo que les sucedió a algunos compañeros suyos de la Nouvelle Vague, Eric Rohmer vivió una buena etapa creativa en los años 80. Fiel reflejo de ello fue El rayo verde, quinta (y penúltima) obra de la serie Comedias y proverbios, que arrasó con los premios mayores en el festival de Venecia y es considerada una de las películas más redondas de un cineasta muy bien dotado para el intimismo.
En este film se dan cita muchas de las constantes temáticas en el cine de Rohmer: protagonismo femenino, abundancia de diálogos en los que se mezclan lo cotidiano con las citas literarias y las reflexiones filosóficas de calado, en especial sobre la naturaleza del amor (y de los efectos de las carencias sentimentales en el individuo, para ser más precisos) y, por supuesto, el verano. Esta suele ser la estación en la que, en nuestra sociedad, las personas buscan llenar el pozo de la felicidad del que beberán el resto del año, habitualmente menos proclive a proporcionar momentos memorables. Ya se sabe, sin embargo, que la alegría va por barrios, y en el de Delphine, una secretaria parisina ya sumergida en eso tan feo que se llama edad adulta, el panorama se ha oscurecido sobremanera después de que una amiga, con la que planeaba viajar a las islas griegas, haya decidido echarse atrás a última hora. Mujer sensible, lo que equivale a decir psicológicamente débil, de moral quebradiza y dada a la melancolía, Delphine, que no ha superado la ruptura con su pareja más longeva, se resiste a viajar sola debido a sus escasas habilidades sociales, y en consecuencia se sumerge en una tristeza que las conversaciones con sus amigas no consiguen atenuar, sino más bien al contrario. Para ella, pasar las vacaciones sola en su ciudad casi equivale a una condena. Tiene la posibilidad de viajar a Irlanda con su familia, pero eso no la satisface, y finalmente opta por acompañar a una de sus amigas hasta Cherburgo, donde su familia tiene una casa de campo. Delphine, una mujer muy tímida a la que le cuesta relacionarse con desconocidos, pronto se da cuenta de que no encaja en el cohesionado grupo que forma el núcleo familiar al que las circunstancias la han unido, lo cual se hace del todo evidente cuando ella explica los motivos por los que lleva una dieta vegetariana, y decide acompañar a su amiga cuando regresa con su novio a París. Allí, Delphine se reencuentra con otra vieja amiga, que le presta un apartamento en la localidad vasco-francesa de Biarritz para pasar el resto de sus vacaciones estivales.
En la película, que originalmente se rodó en 16 milímetros, Rohmer reincide en su modo naturalista de filmar, siempre en escenarios reales y con una cámara que, sin alardes innecesarios, busca ser cómplice de intérpretes y paisajes. Al contrario de lo que sucede en otras de sus obras, que se ciñen estrictamente al guión, aquí el director opta por dar rienda suelta a sus actores, a quienes acredita como colaboradores en el libreto, para que improvisen los diálogos. Con esto se logra frescura y agilidad expositiva, algo a destacar en una obra con tanto diálogo, aunque hay un momento (la explicación sobre el fenómeno natural del que la novela de Julio Verne y el film toman su título, a la que la protagonista asiste por casualidad) que, siendo necesario para la mejor comprensión de la historia, que queda, en comparación con el resto de escenas en las que diversos personajes conversan, algo forzado. Rohmer sigue el itinerario vacacional de Delphine dejando claro que hay personas que, para ser felices viajando, deberían no hacerlo consigo mismas, lo cual es materialmente imposible. Incapaz de asumir su soledad forzada, y también de evitarla siguiendo los usos sociales en vigor (obsérvese el agudo contraste entre su temperamento y el de la desinhibida nórdica Lena, a la que conoce en la playa de Biarritz), Delphine es poco más que un desasosiego que camina sobre dos piernas. Como suele ocurrir con los de su especie, cuando vence su timidez y se relaciona con extraños, habla con una honestidad y una ausencia de filtro que la hacen encajar todavía menos en el conjunto, porque las convenciones sociales exigen un grado de hipocresía (y también de superficialidad) que ella es incapaz de albergar, y aún menos de comunicar. El hecho de que su lectura estival sea El idiota, de Dostoievski, novela tan genial como poco femenina, dice mucho de ella. Pero esto no deja de ser una comedia, aunque la única música que escuchemos sean melancólicas piezas de violín, y ese libro será el punto de partida para que la protagonista deje atrás su triste estado anímico y dé sentido a la cita de Rimbaud con la que se inicia la película. Todo cuadra gracias al fenómeno natural narrado en la novela de Verne, que el director intentó, sin éxito, rodar sobre el terreno en diversas ocasiones, debiendo al final recurrir a las técnicas de estudio para lograr el efecto deseado.
Ya he comentado que, en El rayo verde, los intérpretes son también coguionistas, debido a la libertad que Rohmer les concedió para crear sus personajes. Marie Rivière, en su tercera colaboración con el director que la hizo debutar en el cine, lleva a cabo la mejor interpretación de su carrera, mimetizándose en Delphine hasta el punto de lograr eso tan complicado de dar la impresión de no estar actuando. Del resto del reparto, formado en buena parte por amigos y familiares de los principales nombres de la película (e incluso por ellos mismos, como en el caso de la montadora María Luisa García), destacan otra habitual en el cine de Rohmer como Béatrice Romand, espléndida en la piel de esos amigos que todos tenemos, que nos arreglan la vida con una vehemencia que es más fruto de un desconocimiento profundo que de otra cosa, y la talentosa cantante finesa Carita Holmström, aquí en su segunda y última aparición en la gran pantalla. En comparación con ellas, los actores masculinos palidecen, pues ninguno de ellos pasa de lo estrictamente correcto.
Muy buena película, real como la vida misma y del todo recomendable incluso para quienes no suelen acercarse a esta clase de obras y prefieren un cine mucho más orientado a la evasión. El film de siempre de Rohmer, podría decirse, pero especialmente logrado en este caso.