DETROIT. 2017- 141´. Color.
Dirección: Kathryn Bigelow; Guión: Mark Boal; Director de fotografía: Barry Ackroyd; Montaje: William Goldenberg y Harry Yoon; Música: James Newton Howard; Dirección artística: Greg Berry (Supervisor); Diseño de producción: Jeremy Hindle; Producción: Kathryn Bigelow, Mark Boal, Colin Wilson, Matthew Budman y Megan Ellison, para First Light-Annapurna Pictures- Page 1 (EE.UU).
Intérpretes: John Boyega (Dismukes); Algee Smith (Larry); Will Poulter (Agente Krauss); Jack Reynor (Agente Demens); Ben O´Toole (Agente Flynn); Hannah Murray (Julie); Anthony Mackie (Greene); Jacob Latimore (Fred); Jason Mitchell (Carl); Kaitlyn Dever (Karen); John Krasinski (Auerbach); Darren Goldstein (Detective Tanchuck); Jeremy Strong, Chris Chalk, Tyler James Williams, Dennis Staroselsky, Nathan Davis, Jr., Joey Lawyer, Chris Coy, Miguel Pimentel, Malcolm David Kelley.
Sinopsis: En el verano de 1967, la redada policial en un club nocturno ilegal de un ghetto de Detroit degeneró en una de las revueltas civiles más turbulentas vividas en los Estados Unidos.
Un lustro después de la muy notable Zero dark thirty, Kathryn Bigelow regresó a las salas cinematográficas con otra película potente, Detroit, que recrea los disturbios raciales acaecidos en la Ciudad del Motor durante el verano de 1967. Esta nueva propuesta de la que probablemente sea la mejor directora de cine de nuestro tiempo estuvo lejos de generar la atención y de recibir los reconocimientos que sí obtuvieron los films inmediatamente anteriores de Bigelow, pero creo que no les va a la zaga en cuanto a calidad, de la misma forma que opino que Detroit será una obra mejor valorada con el paso de los años.
En plena explosión del movimiento Black lives matter, Kathryn Bigelow se introduce en un terreno que en principio no le pertenece para recrear unos hechos pasados que explican muchas de las fracturas que todavía hoy padecen unos Estados Unidos que cada vez hacen menos honor a ese nombre. Unos rótulos iniciales nos sitúan en antecedentes, antes de recrear cómo una redada policial en un garito nocturno sin licencia fue la chispa que provocó una ola de incendios, saqueos y altercados varios en unos ghettos negros sobrecargados de población y de injusticias. Con una puesta en escena basada en la presencia de varias cámaras rodando al unísono y en continuo movimiento, y con una proximidad a los personajes casi invasiva, Bigelow juega claramente a que su película constituya una experiencia para el espectador y no repara en medios para hacer que éste se involucre en su historia de una forma tan radical como los sucesos que se narran. El riesgo, muy presente en diversos momentos, es que el espectador se maree con tanto vaivén, pero a cambio se obtiene un relato ágil en grado sumo. Kathryn Bigelow narra los hechos en toda su crudeza, aunque a decir verdad da un giro en el timón narrativo a la media hora de metraje que descontextualiza la película. Si al principio se nos ofrecen los inicios y las primeras consecuencias de los disturbios de una manera más global, ofreciéndonos una amplia visión de lo que era la ciudad de Detroit, en la que no faltan ni las cadenas automovilísticas de montaje ni la Motown, en cuanto el film se centra en los trágicos sucesos acaecidos en el Motel Algiers de la capital de Michigan, se pierde la perspectiva general y se pasa a lo terriblemente concreto. A partir de aquí, la directora nos explica, de un modo muy gráfico y en tiempo real, de qué hablamos cuando utilizamos expresiones como violencia policial desproporcionada. Una broma estúpida, la extrema tensión del momento y el acusado racismo de una parte significativa de los miembros de las fuerzas del orden provocaron un baño de sangre que costó la vida a tres personas negras, y destrozó las de otras varias sólo por encontrarse en los peores lugar y momento posibles. La lección principal en este punto es que el espectador aprecie el daño que pueden hacer un puñado de uniformados incompetentes y llenos de prejuicios en un contexto que ya de por sí era explosivo sin que ellos llegaran con más gasolina. Poco a poco, Detroit se va transformando en una película de terror, pero no en ese terror abstracto y en el fondo inocuo que hace gritar a los adolescentes, sino en uno concreto y adulto. En la narración de estos hechos, la película es tan dura como espléndida y creo que el hecho de que a muchos espectadores les resulte excesivamente larga la recreación de los brutales interrogatorios a los huéspedes del Algiers es una apuesta ganadora de Bigelow, porque a esta objeción puede dársele una réplica definitiva: pues imaginen lo largo que debió de ser ese momento para quienes lo sufrieron. Eso es lo que la directora quiere que sintamos. Por fuerza, el film pierde ritmo en cuanto finaliza ese extenso y agobiante episodio y pasa a centrarse en sus consecuencias legales y humanas, tanto para las víctimas como para los verdugos. No está ahí lo mejor de la película, pero sí nos sirve para que sepamos mejor por qué, medio siglo después de aquellos hechos, todavía estemos como estamos. Cierto es que en el epílogo se pierde parte de la dureza que ha engrandecido el relato hasta entonces, pero eso no difumina un discurso tan poderoso como incómodo en el que, pese a todo, se evita lo panfletario al remarcar que no todos los personajes de piel blanca, inclusive en las fuerzas de seguridad, son un pozo sin fondo de prejuicios raciales.
Detroit es, también, la crònica de una toma de conciencia, la de Larry, el prometedor y talentoso vocalista que confia en salir del ghetto y en darse la gran vida gracias a sus dotes como cantante, y que cuando vive el infierno del racismo y la violencia en sus propias carnes comprende que sus bailables canciones románticas no son más que cómplices de la injusticia, y que el hecho de que él pueda salir de la mierda en ningún modo va a significar que ésta vaya a oler menos. Su experiencia es quizá la más dura de esta obra que Kathryn Bigelow llena de la energía y el vigor que le son propios, y que basa buena parte de su atractivo en el arduo y eficaz trabajo de montaje, cuestión siempre importante pero capital en este caso, dado el modo de filmar de la directora. Por su parte, la fotografía está en consonancia con una película oscura, en todos los sentidos. Mientras la banda sonora de James Newton Howard pasa bastante desapercibida, la selección musical ofrece un fiel retrato del sonido Detroit, haciendo énfasis en las canciones de los Dramatics, dado que varios miembros de la formación vivieron en primera persona los sucesos descritos.
En el reparto, se prescinde de grandes estrellas y se confía en jóvenes intérpretes para darle más verosimilitud al relato, lo cual considero un acierto. John Boyega, actor en auge que interpreta a un guardia de seguridad negro que asiste en directo a la masacre, está a buen nivel, pero no a la altura de Algee Smith, que da vida a Larry y hace un trabajo realmente completo, ni tampoco a la de Will Poulter, magnífico en la piel del líder del violento grupo de policías. Tanto Jacob Latimore como Ben O´Toole hacen también una labor digna de elogio, aunque otro de los puntos fuertes de la película en el capítulo interpretativo lo encontramos en Hannah Murray, en el rol de una prostituta blanca atrapada en el infierno junto a una amiga.
A la hora de describir lo que ocurrió en el Motel Algiers de Detroit, Kathryn Bigelow firma un trabajo excelente, en el que se percibe el esfuerzo realizado en cuanto a la documentación. La primera media hora no está a menor nivel, aunque la transición entre ambos marcos narrativos pueda ser mejorable. En todo caso, he aquí un ejemplo del mejor cine estadounidense contemporáneo, cuya calidad va más allá de su valor ético o testimonial, y una nueva confirmación del talento de una gran directora.