WE NEED TO TALK ABOUT KEVIN. 2011. 110´. Color.
Dirección: Lynne Ramsay; Guión: Lynne Ramsay y Rory Stewart Kinnear, basado en la novela de Lionel Shriver; Dirección de fotografía: Seamus McGarvey; Montaje: Joe Bini; Música: Jonny Greenwood; Diseño de producción: Judy Becker; Dirección artística: Charles Kulsziski; Producción: Luc Roeg, Robert Salerno y Jennifer Fox, para Independent-BBC Films-UK Film Council (Reino Unido).
Intérpretes: Tilda Swinton (Eva Khatchadurian); John C. Reilly (Franklin); Ezra Miller (Kevin adolescente); Jasper Newell (Kevin niño); Ashley Gerasimovich (Celia); Alex Manette (Colin); Rocky Duer, Siobhan Fallon Hogan, Kenneth Franklin, Lauren Fox, Polly Adams, James Chen.
Sinopsis: La relación entre Eva, una escritora de libros de viajes, y su hijo Kevin, es conflictiva desde el principio.
La fama internacional le llegó a la directora escocesa Lynne Ramsay con su tercer largometraje, Tenemos que hablar de Kevin, un perturbador drama que adapta una novela de Lionel Shriver célebre por abordar la cuestión de la descendencia de un modo bastante distinto al acostumbrado en la ficción. Con esta película, Ramsay triunfó en su país, cosechó diferentes galardones alrededor del mundo y, sobre todo, llamó la atención de muchos en los Estados Unidos, país en el que se desarrolla la acción y en el que me atrevería a decir que el film gustó especialmente.
Desde sus primeras imágenes, Tenemos que hablar de Kevin se esfuerza en que el público, en especial el que, como un servidor, no ha leído la novela en que se basa, sepa que no va a ver una película cualquiera. Y aquí hallamos el mayor defecto de esta obra, pues el mencionado esfuerzo se percibe demasiado, incluso cuando no toca. El empeño de Lynn Ramsay en dejar su sello se hace muy evidente, y no siempre en la buena dirección, pues al principio del film esto se traduce en que la narración sea confusa y en el clímax, cuando la tragedia estalla en toda su dimensión, en que la exposición visual de los hechos sea poco clara, de un modo que se antoja en exceso deliberado. La directora sí muestra mucho tino en lograr la atmósfera malsana que desprende toda la película, pero en algunas secuencias clave la pierde una voluntad de estilo que, en la proporción adecuada, considero que es una gran virtud en cualquier cineasta. En los momentos reseñados, y aun en otros, esas ganas de mostrar personalidad, más que realzar lo narrado, que es de lo que se trata, lo difumina. No lo suficiente, eso sí, como para alterar la sensación de hallarnos ante una película notable, que se enfrenta a cuestiones a la vez cotidianas y de gran trascendencia de una forma incisiva. Entrando en el tema principal del film, debo decir que admiro el valor de la gente con cerebro que se aventura a tener descendencia (en cuanto a la otra, que es clara mayoría, sólo me cabe decir que reniego de su inconsciencia). Dicho esto, la admiro… relativamente, porque incluso entre personas racionales, la decisión sobre este asunto tan importante en la vida de toda persona tiene su origen en motivos mucho más cercanos a la biología que a la sensatez, en especial cuando esa decisión se toma en edad tardía. Menciono esto porque es lo que le ocurre a la protagonista de Tenemos que hablar de Kevin: se trata de una profesional reconocida, feliz junto a su pareja, que ha superado con creces la treintena y disfruta de una existencia muy confortable. A pesar de todo ello, esta mujer toma la decisión de tener hijos, pensando que así completará su círculo perfecto. No se nos ofrece ningún dato respecto al desarrollo de su primer embarazo, aunque lo que sucede después ya de por sí es bastante gráfico: pasado el parto, a la mujer le resulta difícil sentir el socialmente presupuesto amor materno. La escena en la que la protagonista prefiere escuchar el ruido de unas obras en la calle al perpetuo llanto de su primogénito es muy reveladora. Ahí vemos que la mujer siente que su hijo es el misil que ha dinamitado su idílica existencia anterior, impresión que, con el cambio de residencia desde su adorada Nueva York a una anodina zona residencial de provincias, no hace más que incrementarse. Que el muchacho sea perverso a más no poder, y que esa perversidad aumente de modo exponencial con los años, tampoco ayuda. Sólo durante un breve período en el que el niño cae gravemente enfermo se da esa cercanía natural entre la madre y la criatura, que vuelca entonces su crueldad intrínseca hacia su padre, con quien en general se muestra mucho más simpático, casi como un niño normal. Fuera de esta fase, Kevin emplea su inteligencia, que no es poca, en torturar a su madre. La llegada de una hija no hace otra cosa que diversificar los objetivos de destrucción de un ya adolescente de comportamiento harto errático, aunque el principal objeto de sus maldades siga siendo el mismo de siempre.
Hay en la película, según creo, un agujero bastante importante: resulta extraño que, antes de la gran traca final, la vida escolar de Kevin permanezca en la penumbra. No es congruente que su maldad no se manifieste, tanto ante sus compañeros como ante sus profesores, hasta ese momento, pero… nos iríamos del tema, que no es otro que el origen de la perversidad. O del mal, en un sentido más amplio. Que la protagonista se siente culpable lo demuestra su impávida reacción cuando es atacada en la vía pública por una desconocida. El padre, a quien se retrata como una buena persona, opta por permanecer en la inopia ante los crecientes desmanes de su vástago. Hasta el último instante, se niega a reconocer que ha contribuido a traer al mundo a un niño cabrón, y mucho menos al verdadero psicópata que su madre cree que es Kevin. Bajo todo lo cual resplandece la gran pregunta, porque la película se cuida muy bien de ofrecer respuestas sencillas: ¿El psicópata nace, o se hace? Es de alabar que Lynn Ramsay, también coguionista del proyecto, se aleje de los estereotipos del cine de terror, sección demonios de pequeño tamaño. La realidad siempre es mucho más compleja, al margen de más cruel. Y reconozco que en la ambigüedad de la relación víctima-verdugo que se establece entre Kevin y su madre a lo largo de todo el metraje hay gran cine, aunque la directora se empeñe en dejarse ver a destiempo para marcar autoría. No sólo los planos, o la iluminación escogida, sino también el montaje del clímax, me parecen forzados, dentro de una película que da más miedo (porque lo da, sin ser un film de terror al uso) cuanto más sobria es su puesta en escena. En cambio, el crescendo narrativo me parece soberbio, al igual que la música de un Jonny Greenwood que muestra buenas maneras en eso de retratar las ciénagas del alma humana (es un decir) desde una perspectiva minimalista. También Seamus McGarvey hace un notable trabajo, lastrado en escenas clave por las decisiones visuales de Ramsay.
Por supuesto, uno de los aspectos más alabados de la película fue la interpretación de Tilda Swinton, notable y camaleónica actriz que se involucró en el proyecto, del que fue productora ejecutiva, incluso antes de protagonizarlo. Creo que el de Eva Khatchadurian era un papel idóneo para mi muy admirada Cate Blanchett, pero también creo que Swinton, por su capacidad para aparecer como víctima desvalida y como alguien que en el fondo se sabe culpable de las desgracias que acontecen en su vida, ofrece un trabajo difícil de mejorar. John C. Reilly, que también es un intérprete de categoría, está excelente en el rol de un hombre bueno que cree, de manera errónea, que todos los que le rodean son como él, una de tantas personas a las que la vida ha tratado bien que se muestran incapaces de reaccionar en cuanto su existencia gira hacia la tragedia. El triángulo se completa con Ezra Miller, joven actor que brilla, antes de que su carrera derivara hacia los films de superhéroes, por su capacidad para inquietar desde la economía en gestos y palabras. No es que el resto de intérpretes tenga demasiada relevancia en el desarrollo de la historia, pero están bien, en especial Alex Manette en la brillante escena de la fiesta navideña de empresa.
En mi opinión, Tenemos que hablar de Kevin sería una película sobresaliente de haber contado en la dirección con alguien menos dado a las veleidades visuales vacías de contenido que Lynn Ramsay. Aun así, no se queda muy lejos de la excelencia, y justo es reconocerle a la directora su capacidad para explotar al máximo una historia tan perturbadora.