MY MAN GODFREY. 1936- 93´. B/N.
Dirección: Gregory La Cava; Guión: Eric Hatch y Morrie Ryskind, basado en la novela de Eric Hatch 101 Park Avenue; Dirección de fotografía: Ted Tetzlaff; Montaje: Ted Kent y Russell Schoengarth; Música: Charles Previn y Rudy Schrager; Dirección artística: Charles D. Hall; Producción: Charles S. Rogers, para Universal Pictures (EE.UU.)
Intérpretes: William Powell (Godfrey); Carole Lombard (Irene Bullock); Alice Brady (Angelica Bullock); Gail Patrick (Cornelia Bullock); Eugene Pallette (Alexander Bullock); Jean Dixon (Molly); Alan Mowbray (Tommy Gray); Mischa Auer (Carlo); Pat Flaherty, Robert Light, Ernie Adams, Bess Flowers, Reginald Mason, Grady Sutton.
Sinopsis: Godfrey, un hombre que lo ha perdido todo y vive junto a un vertedero, entra en la vida de una familia de la alta sociedad neoyorquina gracias a un excéntrico juego. Poco después, Godfrey se convierte en el mayordomo de ese desquiciado clan.
Gregory La Cava es un cineasta que ha quedado en segundo plano respecto a otras figuras del cine clásico, mucho más conocidas y reivindicadas que este director todoterreno que ya poseía una extensa y sólida trayectoria antes del tránsito del cine mudo hacia el sonoro, al cual, en contra de lo que ocurrió con otros colegas de profesión, se adaptó de maravilla, hasta el punto de que la mayor parte de sus obras más valoradas las filmó en el último tercio de su carrera. Su mejor película, a decir de muchos, es Al servicio de las damas, disparatada comedia que se incluye entre lo más granado de un género que vivió una época de esplendor, jamás igualada con posterioridad, en los años 30. Este film logró, además de un lugar importante en la historia del cine, media docena de nominaciones al Óscar, entre ellas una para su director, que vio como el preciado galardón iba a parar a las manos de Frank Capra, uno de los grandes tótems de la comedia clásica de Hollywood.
Al servicio de las damas, en cuyo guión participó de forma activa uno de los creadores del libreto de Una noche en la ópera, Morrie Ryskind, reúne grandes dosis de screwball, trazos de comedia romántica e incluso gotas de vitriolo social bastante bien administradas, hasta el punto de constituir uno de los motores de la historia. De hecho, la primera imagen que se ve en la película es la de un vertedero, en cuya ladera vive un grupo de desheredados que nos recuerdan que la Gran Depresión no era ni una broma, ni cosa del pasado. A ese lugar llegan dos ricas herederas, con sus respectivos –y sosos-acompañantes, porque en una de esas ostentosas fiestas que las élites montan día sí y día también para pasar el rato, se ha organizado una gincana con premio para la primera persona que lleve al evento a un “hombre olvidado”, eufemismo con el que las clases altas denominan a los indigentes. Entre ellos hay uno, de maneras distinguidas, a quien llaman El Duque, y a él acuden las dos hermanas con la idea de convertirle en su trofeo; la mayor le humilla, con lo que su encuentro acaba de malos modos; la pequeña, que tiene tanta simpatía como escaso equilibrio mental, no sólo consigue que el hombre la acompañe a la fiesta, sino que, atraída por él, logra que su extravagante família le contrate como mayordomo, puesto eternamente vacante por las dificultades que plantea a un ser humano cabal la lidia diaria con semejante tropa. Ya instalado en la delirante mansión de los Bullock, ese hombre llamado Godfrey tendrá, como sus antecesores en el puesto, tentaciones de colgar el elegante traje de mayordomo y volver al vertedero, visto el grado de desquiciamiento de la família en pleno, completada por un hombre de negocios que es la resignación en persona, y por una esposa que habla sin parar y cuyo contacto con la realidad es meramente anecdótico. Completan el cuadro un gorrón profesional y una criada que posee la lucidez y la cordura que escasean entre los dueños de la mansión.
Todo lo que distingue a las grandes comedias lo tenemos aquí a borbotones: ritmo frenético, diálogos rápidos y llenos de ingenio, ambiente de anarquía general, lujo y caos a partes iguales, personajes desquiciados en perpetuo choque con quienes intentan mantenerse en su sano juicio, un romance tan improbable como excéntrico y una vitalidad contagiosa. Dicen que La Cava era muy amigo de la improvisación, y lo cierto es que la película camina casi siempre sobre el alambre del descontrol y de lo absurdo, sin caer nunca al vacío, en parte porque, cuando la cosa tiene que ponerse seria, se pone; véanse el primer encuentro de Cornelia con Godfrey en el vertedero, que es un dardo contra toda una clase social ociosa y carente del más mínimo grado de empatía, o el discurso del indigente en la fiesta, que sigue la misma línea y no puede ser más preciso a la hora de definir a quienes le rodean. Un inspirado La Cava filma con idéntica precisión los casoplones de los ricos y las chabolas del vertedero, iluminados de manera excelente por el luego eficaz director Ted Tetzlaff. Y así, con muchas bromas y no pocas veras, el realizador nos dirige, sin atraer jamás la atención hacia sí mismo, hasta un final en el que parece ser él el primer sorprendido de que toda esa gigantesca extravagancia acabe cayendo de pie, después de mil y una piruetas. La verosimilitud brilla por su ausencia, pero pocas veces eso ha importado menos, porque la película es, en conjunto, un maravilloso delirio, en el que la música tiene una importancia relativamente escasa… hasta que el personaje de Carlo interpreta Dark eyes con la boca llena, hilarante escena que define el espíritu de la película mejor que cualquier otra.
El trabajo de los actores es formidable: William Powell, que debe representar el punto de cordura que acentúa el efecto cómico por contraste con el disparate que le rodea, no puede estar más en su sitio, el de un ser tan inteligente como flemático que no olvida de dónde viene ni adónde fue a parar. Carole Lombard está en su salsa en el papel de joven torbellino con falda, luciendo una vis cómica que pocas actrices han llegado a ofrecer en tan alto grado. Que su personaje no tenga una sola reacción o actitud coherente en toda la película la ayuda, pero es mérito suyo aprovechar todo lo que el guión le ofrece sin despeñarse por el terraplén de la sobreactuación elevada al cuadrado. Alice Brady, que interpreta a la matriarca del desestructurado clan, se sube a lomos de un personaje delirante, en todos los sentidos, y lo clava. Por su parte, Gail Patrick personifica los rasgos más despreciables de las clases altas, y la verdad es que lo hace muy bien, en la línea de Eugene Pallette, que interpreta a un magnate venido a menos que es incapaz de meter en vereda a su família. No se queda ahí la cosa, porque dos de las mejores interpretaciones de la película las ofrecen Jean Dixon, en la piel de una criada inteligente e ingeniosa, y Mischa Auer, que da vida a uno de los parásitos más graciosos vistos en la gran pantalla.
Magistral comedia por la que no parecen haber pasado los años, Al servicio de las damas está al nivel de las obras mayores de su género, porque tanto su guión, como la dirección, como la labor de su plantel de actores son de primer nivel. Imprescindible.