84 CHARING CROSS ROAD. 1987. 98´. Color.
Dirección: David Hugh Jones; Guión: Hugh Whitemore, basado en la adaptación teatral realizada por James-Roose Evans de la novela de Helene Hanff; Dirección de fotografía: Brian West; Montaje: Chris Wimble; Música: George Fenton; Diseño de producción: Stephen Challenor y Edward Pisoni; Producción: Geoffrey Helman, para Brooksfilms-Columbia Pictures (EE.UU.-Reino Unido)
Intérpretes: Anne Bancroft (Helene Hanff); Anthony Hopkins (Frank Doel); Judi Dench (Nora Doel); Jean De Baer (Maxine Stuart); Maurice Denham (George Martin); Eleanor David (Cecily Farr); Mercedes Ruehl (Kay); Daniel Gerroll (Brian); Wendy Morgan Ian McNeice, J. Smith-Cameron, Tom Isbell, Anne Dyson, Connie Booth.
Sinopsis: Helene, una escritora bibliófila que vive en Brooklyn, y Frank, un librero londinense, entablan una amistad epistolar que dura décadas.
Aunque el grueso de la carrera de David Hugh Jones, que aquí prefirió obviar su segundo nombre de pila a la hora de firmar su trabajo, se concentró en el mundo de la televisión, este aplicado director británico tuvo tiempo de realizar un puñado de buenos largometrajes, siendo el segundo de ellos, La carta final, el mejor de todos. El film adapta la novela, ya versionada con anterioridad para el teatro, de la escritora estadounidense Helene Hanff, quien asimismo fue una prolífica guionista televisiva en su país de origen, y no tuvo en su momento la respuesta comercial que sin duda merecía. En los años 80, el interés del público estaba más en el cine de acción o en los productos de la factoría Spielberg que en un film sereno y adulto que reivindica la amistad y el amor por los libros. Sea como fuere, un premio BAFTA a la interpretación de Anne Bancroft y una contemporánea labor de reivindicación que por supuesto suscribo, quedan como testimonio de la calidad de una película, en muchos sentidos, especial.
El argumento se centra en la extensa, en volumen y en tiempo, relación epistolar entre Hanff y Frank Doel, vendedor en la librería londinense Marks & Co., ubicada en la dirección que da título a la novela. Poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial, Helene Hanff aspiraba a convertirse en una escritora de éxito y residía en un minúsculo apartamento de Brooklyn. Apasionada de la literatura británica, Helene tenía problemas para conseguir los libros que el interesaban en Nueva York, ya fuera por tratarse de obras relegadas al anonimato en los Estados Unidos o por el elevado precio de los volúmenes que sí habían sido editados. Gracias a un anuncio, insertado en una revista literaria que solía adquirir, Hanff entró en contacto con la librería de Charing Cross Road, y de inmediato escribió allí una carta, mezcla de pedido y de solicitud de auxilio, que fue a parar a las manos de Frank, un flemático vendedor dotado de una enorme cultura literaria. Como quiera que Doel proporcionó a Hanff buena parte de los libros a los que aludía en su misiva, y que además lo hizo a unos precios que al otro lado del Atlántico se consideraban ridículos, se inició entre ellos una fluida relación comercial que, al poco tiempo, derivó en una amistad transoceánica entre dos personas de edades similares y temperamentos casi antagónicos: Helene era extrovertida, deslenguada, sarcástica, fumadora compulsiva y amante de los Martinis; Frank, en cambio, era un apacible hombre de familia, volcado en su trabajo e incapaz de perder la compostura. Sabedora, gracias a dos personas de su círculo más próximo, de las privaciones que soportaban los británicos en la posguerra, Helene decidió mostrar su gratitud hacia el hombre que conseguía para ella sus libros predilectos enviándole lotes de alimentos a los que los londinenses sólo podían acceder en el mercado negro, y siempre que pudieran pagar los exorbitados precios que les exigían. Al extender esa generosidad hacia el resto de empleados de la librería, Frank hizo que sus compañeros participasen de su propia idealización de Helene, a quien consideraba una especie de ángel de la guarda y que le hacía disfrutar con el ingenio y la chispa que volcaba en sus escritos. Las dificultades económicas y la escasa afición de Helene por los aviones hicieron que los dos protagonistas de la historia jamás llegaran a conocerse en persona.
Si algo hay que destacar de La carta final (título español poco afortunado, dicho sea de paso) es su maravillosa sutileza. La película fluye y crece sin aspavientos, con la placidez con la que se disfruta de un buen libro en tu butaca favorita. Es, sin duda, un film de aroma clásico, que ya en los 80 estaba fuera de tiempo… para desgracia de este. Puede que el desarrollo de los personajes secundarios, si exceptuamos a la esposa de Frank, no vaya mucho más allá de la superficie, pero se agradece que el director juegue a ser invisible, que ceda todo el protagonismo a la historia y a sus personajes principales, y que al tiempo sea capaz de mostrar, sin arrebatos innecesarios, que lo que con el tiempo acaba surgiendo entre Helene y Frank no es otra cosa que una forma de amor. Antes de que ella muestre su dolor al saber cuál ha sido el destino del librero, tenemos la magnífica escena en la que este imagina que la estadounidense de aspecto distinguido que ha entrado en su tienda es Helene, y vemos tanto su contenida alegría al salir de su despacho, como su decepción al comprobar que esa clienta no es la persona con la que intercambia cultura y confidencias desde hace años. Sin hacer ruido, Jones muestra de un modo espléndido la naturaleza de un amor imposible desde el punto de vista material, pero más profundo que la inmensa mayoría de los posibles. Además, la película consigue hacer que el espectador sea partícipe del mundo en el que viven ambos protagonistas: en el apartamento de Helene podemos sentir el olor a tabaco, el ruido de la máquina de escribir y también el anonimato de la vida en una gran metrópoli; en la librería sentimos el aroma a papel antiguo y esa sensación, que no es preciso explicar a los bibliófilos, de saber que ese reducido espacio esconde tesoros que harán, sin duda, más soportable la existencia de quienes los lean. Dotada de una muy británica pulcritud en la puesta en escena, la película, que al final se centra en el vacío que produce la pérdida de aquello que más queremos, es en cierto modo atemporal: vemos los efectos del paso del tiempo no a través de una narración directa de los mismos, sino de los efectos que producen en los protagonistas. La música, de George Fenton, sigue esta misma pauta, con melodías de corte clásico o jazzístico que ilustran el discurrir de la narración sin intervenir en exceso en ella.
Cuentan que la adquisición de los derechos para la adaptación cinematográfica de la novela fue un regalo de aniversario de Mel Brooks a su esposa, Anne Bancroft. Hay que decir que esta actriz de talento inmenso aprovechó ese obsequio de forma inmejorable, a la altura de grandes de otras épocas como Bette Davis o Katharine Hepburn, cuya huella atisbo en la manera que tiene Bancroft de abordar el personaje de Helene Hanff. Le da la réplica un no menos magnífico Anthony Hopkins, actor capaz de cualquier cosa que aquí parece anticiparnos una de sus grandes interpretaciones futuras, la del mayordomo de Lo que queda del día. Otra gran dama de la interpretación como Judi Dench da vida a la esposa de Frank, personaje que va ganando peso a medida que transcurre la película, lo que hace justicia a quien lo interpreta. Del resto, destacar al veterano Maurice Denham, así como la breve intervención de una actriz de calidad como Mercedes Ruehl.
84 Charing Cross Road es una joya. Recomiendo, por supuesto, la lectura del libro, pero la película está a la gran altura exigible, por su excelsa sutileza y su capacidad para elevar el espíritu de los espectadores. En conjunto, es de esas obras que hacen sentir gratitud hacia quienes te la descubren, y que reconforta contribuir a que otros, a su vez, accedan a ella.