LA MASCHERA DEL DEMONIO. 1960. 85´. B/N.
Dirección: Mario Bava; Guión: Ennio De Concini y Mario Serandrei, basado en el relato de Nikolai Gogol El Viyi; Director de fotografía: Mario Bava; Montaje: Mario Serandrei; Música: Roberto Nicolosi; Diseño de producción: Giorgio Giovannini; Producción: Massimo De Rita, para Galatea Film-Jolly Film (Italia).
Intérpretes: Barbara Steele (Katia Vajda/Princesa Asa Vajda); John Richardson (Dr. Andrei Gorobec); Andrea Checchi (Dr. Kruvajan); Ivo Garrani (Príncipe Vajda); Arturo Dominici (Igor Javutich); Enrico Olivieri (Constantine Vajda); Antonio Pierfederici (Sacerdote); Tino Bianchi, Clara Bindi, Mario Passante, Renato Terra, Germana Dominici.
Sinopsis: En el siglo XVII, una aristócrata y su amante son ejecutados por la Inquisición, que les acusa de ser discípulos de Satanás. Dos siglos más tarde, la acción de un médico que visita la comarca provoca que ambos resuciten y se dispongan a vengarse de los descendientes de ella, que los maldijo porque su propio hermano era el inquisidor jefe.
Aunque ya había dirigido, en su totalidad o en parte, diversos largometrajes sin que los respectivos títulos de crédito reflejaran esta circunstancia, el debut oficial de Mario Bava como realizador de ficción en solitario se dio con La máscara del demonio, film de terror inspirado en un relato del escritor ruso Nikolai Gogol que, en opinión de muchos especialistas y aficionados, es la obra más redonda de un cineasta que exploró diversos géneros pero destacó especialmente en eso de provocar inquietud en las audiencias. La película fue un éxito, tuvo una versión en inglés y contribuyó en gran manera a situar la figura de Bava entre los directores de referencia del terror europeo.
En los últimos años de la década de los 50, el género de terror resurgió gracias a la tarea que, desde ambos lados del Atlántico, desarrollaron la productora británica Hammer Films y la factoría de Roger Corman, responsable del lanzamiento a nivel internacional de La máscara del demonio, film cuyas características se nutren de ambas fuentes de un modo más que obvio. Posiblemente por cuestiones de economía, que por otra parte le sientan muy bien al film, Bava se decidió, a diferencia de las producciones de terror made in England, por un estilizado blanco y negro que añade tenebrosidad al conjunto. La película se inicia, de un modo a mi parecer espléndido, con un macabro retrato de la desigual lucha que, a lo largo y ancho de Europa y durante varios siglos, mantuvieron la Inquisición y aquellos que, con razón o sin ella, eran acusados de brujería. Se respeta el marco geográfico del relato de Gogol, pero pocas cosas más de las que suceden en pantalla tienen demasiado que ver con él, y sí más con lo que estaban cocinando, allá en Norteamérica, Corman y compañía en sus célebres adaptaciones de relatos de Edgar Allan Poe, la primera de las cuales vería la luz de manera casi simultánea al estreno de La máscara del demonio, que se inicia en una noche oscura y en mitad de un paraje rural, en el que un cortejo inquisidor se dispone a ejecutar a una princesa moldava, cuyas relaciones con el Maligno parecen bastante fluidas, y a su amante, activo colaborador de las fechorías de la aristócrata. El ritual, presidido por una especie de versión eslava de Torquemada que, además, es hermano de la prisionera, incluye la ejecución de los condenados mediante el empleo del artilugio que da título a la película (una careta de metal cuyo interior está repleto de salientes puntiagudos que se clavan en el rostro de sus infortunados portadores), y la posterior quema de los cadáveres para que el mal sea purificado a través del fuego. Suceden, sin embargo, dos cosas que no estaban en el guión de los ejecutores: que, antes del momento decisivo, la princesa profiere una maldición que, como castigo a su hermano, afectará a los descendientes de su propia familia, y que una repentina y violenta tromba de agua evita la quema de los cadáveres, que son enterrados en los alrededores. Creo que, por atmósfera, puesta en escena y capacidad de provocar inquietud, muy pocos peros pueden ponérsele a esta secuencia introductoria. Después, la acción avanza dos siglos, y aparecen los altibajos.
Como sucede tantas veces en las películas de terror, es la acción de dos hombres de ciencia (de uno, especialmente) la que hace que la maldición tome cuerpo y que los cadáveres de los ejecutados doscientos años atrás regresen al mundo de los vivos y consumen su venganza. Con todo, la princesa y su colaborador, Javutich, son más vampiros que zombis y, gracias a ese poder maléfico, consiguen anular la voluntad del hombre que, sin pretenderlo, les devolvió a la vida, el doctor Kruvajan, y ponerle al servicio de su perversa causa. El otro médico, el joven Andrei Gorobec, asume el rol de protector de la princesa heredera, que es físicamente idéntica a aquella que probó los rigores de la máscara. En este punto, la trama se hace más tópica, y también más dispersa, aunque en lo que nunca falla el director es en infundirle a su obra esa atmósfera inquietante que transcurre entre maldiciones centenarias, cadáveres que se alzan de sus tumbas y vampiros capaces de aterrar a los vivos para, posteriormente, hacer que dejen de serlo. Otra de sus habilidades es la de conseguir que cada rincón del castillo en el que discurren la mayoría de escenas, o sus siempre siniestros alrededores, sean para el espectador lugares en los que, en cualquier momento, el mal puede desequilibrar a su favor la eterna lucha. Hay detalles, como el efecto cuasifantasmagórico que provoca el avance a cámara lenta del coche de caballos entre la niebla, que revelan la personalidad de un cineasta que sabe muy bien lo que tiene entre manos, y que exhibe el terror de un modo muy explícito para su tiempo. Me gusta también que, a pesar de que algunas veces se caiga en el cliché, en otras, como el recorrido de la posada al establo que hace la hija adolescente de la dueña del local, no se ceda a la tentación de lo obvio. Hay otra escena, en la que esta misma joven y los niños que juegan junto al río encuentran el cadáver del cochero, que en nada desmerecen la maestría que exhibieron cineastas como Ladislao Vajda (apellido muy importante en esta película) en El cebo. Añado que Mario Bava es un iluminador excelente, que hace de la fotografía uno de los puntos fuertes de la propuesta. El trabajo en la edición de Mario Serandrei es igualmente destacable, dado que la película utiliza muy bien el montaje para provocar el susto entre los espectadores. Véase, y en esto La máscara del demonio es muy deudora de los films de la Hammer, la manera en la que se muestra el escaso apego de los malvados hacia los crucifijos y, sobre todo, la forma de presentar el recorrido de la máscara hacia el rostro de la princesa en la secuencia inicial. La música, del por entonces hiperactivo Roberto Nicolosi, adopta los cánones de su género, de una forma coherente pero algo falta de perfil propio.
Encabeza el reparto, que desde luego no supone uno de los aspectos más brillantes de la película, la británica Barbara Steele, en la que fue su primera aparición relevante en la gran pantalla, y también la primera en un género, el terror, al que con posterioridad se dedicó bastante. Cuentan que la relación entre la actriz y Mario Bava fue bastante tensa, en parte por las dificultades idiomáticas, pero lo cierto es que, en su doble papel de princesa malvada y cándida heredera, Steele es quien mejor nota obtiene de todo el elenco, en parte también porque el director saca mucho partido de la particular belleza de su rostro. Otro semidebutante llegado de las islas, como John Richardson, se muestra más limitado en su papel de galán, mientras que Andrea Checchi sí es capaz de aportar calidad a su rol de científico riguroso, y más bien escéptico, abducido por el mal. Ivo Garrani cumple en el papel de aterrorizado aristócrata. Y mérito de Mario Bava es también el provecho que extrae del terrorífico rostro del experto doblador Arturo Dominici.
La máscara del demonio es una obra notable, y por supuesto un clásico del terror europeo, que confirma que Mario Bava era un cineasta cuyo talento le permitía ir más allá de la calidad de los guiones con los que trabajaba. Si esta no es su mejor película, poco le falta.