LES DIABOLIQUES. 1955. 115´. B/N.
Dirección: Henri-Georges Clouzot; Guión: Jérôme Géronimi y Henri-Georges Clouzot, con la colaboración de René Massot y Frédéric Grendel, basado en la novela Celle qui n´etait plus, de Pierre Boileau y Thomas Narcejac; Dirección de fotografía: Armand Thirard; Montaje: Madeleine Gug; Música: Georges Van Parys; Dirección artística: León Barsacq; Producción: Henri-Georges Clouzot, para Vera Films-Filmsonor (Francia).
Intérpretes: Simone Signoret (Nicole Horner); Véra Clouzot (Christina Delassalle); Paul Meurisse (Michel Delassalle); Charles Vanel (Comisario Fichet); Jean Brochard (Plantiveau); Pierre Larquey (Profesor Drain); Michel Serrault (Profesor Raymond); Thérèse Domy (Madame Herboux); Noel Roquevert (Sr. Herboux); Georges Chamarat, Jean Lefebvre, Jacques Hilling, Jacques Varennes, Robert Dalban, Camille Guérini, Aminda Montserrat.
Sinopsis: La esposa y la amante del despótico director de un colegio privado deciden asesinarle.
Quienes tienen un conocimiento mínimo de la cinematografía francesa saben que el mito de que, entre la posguerra y la aparición de la Nouvelle Vague, aquello era poco menos que un páramo, no es más que un ejercicio de pereza intelectual. Entre los nombres que más contribuyen a desmontar esa falacia está el de Henri-Georges Clouzot, director que, inmediatamente después de la magnífica El salario del miedo, deslumbró con Las diabólicas, primera adaptación cinematográfica de una novela de Boileau y Narcejac, dos autores cuya posterior relación con el séptimo arte fue más que fructífera. El embrujo de este magistral ejercicio de suspense, objeto de varias versiones posteriores que no llegaron a acercarse a la calidad del original, atrapó a las audiencias de su tiempo y permanece inalterable casi siete décadas después del estreno de una obra que alguna mente ingeniosa calificó como «la mejor película de Hitchcock que Sir Alfred jamás llegó a rodar».
Los lugares opresivos, como los internados, acostumbran a dar mucho juego en el cine. Las diabólicas transcurre casi por completo en uno de ellos, situado en las afueras de París, y sólo sale de allí en momentos particularmente trascendentales de la narración, que se inicia mostrando el extremo hartazgo que dos mujeres sienten hacia el hombre que ejerce como máxima autoridad en el colegio privado. Ellas son la esposa legal del susodicho, enferma del corazón y dueña de una buena posición económica, y su amante, que trabaja como profesora en el centro. Él es, por definirlo con brevedad, un zángano de manual. Christina, la esposa, es una mujer sumisa y creyente; Nicole, la amante, es fría y cínica. Les unen las humillaciones a las que las somete Michel, la última de las cuales ha dejado visibles huellas en el hierático rostro de Nicole. Es ella quien tiene la idea de que Michel debe morir, y decide llevarla a cabo durante el puente festivo que se aproxima. Para ejecutar su plan necesita la ayuda de Christina, que se resiste a ofrecérsela, ya que incluso es reacia a divorciarse por constituir un acto contrario a su fe católica. Sin embargo, la creciente vileza del hombre es el factor que convence a su esposa para colaborar de forma activa en el plan de Nicole, consistente en atraer al hombre hasta la casa que esta tiene en la ciudad de Niort (lugar de nacimiento de Clouzot, por cierto), asesinarle allí, y arrojar después su cuerpo a la piscina del colegio para que todos crean que se trata de una muerte accidental por ahogamiento. Con algunas incidencias menores, el crimen se produce de la forma en la que Nicole lo ha planeado, pero ambas mujeres quedan estupefactas cuando, al vaciarse la piscina, resulta que el cadáver de Michel no está allí.
Clouzot crea una historia verdaderamente turbadora utilizando unas formas y una estética realista al cien por cien, que acentúa que lo podrido está en las mentes y en los actos de los protagonistas. Utiliza planos simbólicos, como uno inicial en el que la camioneta del colegio atraviesa un charco de barro. A medida que la atmósfera va haciéndose más truculenta y la inquietud se apodera de las dos mujeres, al creer que alguien está empeñado en hacer ver que Michel sigue vivo y, por lo tanto, que ese alguien conoce su crimen, el director hace uso de una planificación más cercana al thriller, con muchos contrapicados y jugando con el claroscuro, así como de un montaje más áspero que remarca la progresiva zozobra moral de las protagonistas de un film en el que, como comprobamos en el clímax, la importancia de lo que no vemos es capital, del mismo modo que, para comprender de verdad a las personas, se necesita poder ver aquello que esconden. Clouzot acierta en lo fundamental: la dosificación de lo que el espectador sabe. Otro elemento llamativo es que, mientras los efectos de sonido adquieren una importancia creciente a medida que avanza el metraje, el acompañamiento musical es prácticamente inexistente. Las apariciones de los personajes secundarios están administradas de manera espléndida, en ciertos momentos para quitarle hierro al crimen, y después para subrayar la capacidad de los niños, que casi siempre forman un coro del que sólo se subraya que es tratado de manera mezquina, para ver aquello que los adultos sólo observan bajo la luz del prejuicio. El final tal vez sea poco verosímil, pero es narrativamente perfecto, haciendo bueno ese dicho italiano del si non é vero, é ben trovato.
Al frente del reparto encontramos a otro de los grandes nombres del cine francés de posguerra, el de Simone Signoret. que ya había demostrado su gran talento a las órdenes de cineastas del prestigio de Ophüls, Carné o Becker, y que aquí logró una de las mejores interpretaciones de su carrera en la piel de una mujer fría y metódica para la que el fin justifica todos los medios. No es cosa fácil lucir calidad interpretativa cuando se encarna a un personaje tan poco expresivo como Nicole Horner, pero esa es la razón por la que el trabajo de Signoret me parece formidable. Véra Clouzot, actriz que sólo trabajó a las órdenes de su marido, demuestra que está allí por algo más que por ser la mujer del director. Su personaje, que como es obvio representa el eslabón más débil del trío protagonista, le da pie a mostrar sus capacidades dramáticas, saliendo más que airosa del reto. Completa el triángulo un Paul Meurisse que nunca destacó tanto como interpretando a un hombre de quien no se nos muestra una sola cualidad, es decir, un malvado en toda regla que no es, sin embargo, el típico ser maligno casi omnisciente del cine, de brillante inteligencia, sino uno de esos tipos que podemos encontrarnos cada día en la calle y en quienes no reparamos. La aparición de Charles Vanel, un clásico del cine francés desde la época muda, supone un salto cualitativo para la película, que se beneficia de su buen hacer a la hora de encarnar a un veterano detective que, casi todo lo que sabe, lo sabe por viejo. No quiero olvidarme de la singular pareja de profesores que forman Pierre Larquey y un joven Michel Serrault, pues ofrecen un contrapunto ligero a la película que, además de añadirle verosimilitud, le sienta bien. Tampoco quiero dejar sin mención el buen trabajo de Noël Roquevert interpretando a un perfecto hipócrita.
Al final de esta gran película, un clásico con todas las letras, un rótulo advierte al espectador de que no explique el final. Sabio consejo, especialmente en este caso. Más allá de sus sobresalientes cualidades cinematográficas, otra cosa que hay que agradecer a Las diabólicas es la de ejercer como detonante para que Alfred Hitchcock dirigiera Vértigo.