THE NARROW MARGIN. 1952. 71´. B/N.
Dirección: Richard Fleischer; Guión: Earl Fenton, basado en un argumento de Martin Goldsmith y Jack Leonard; Dirección de fotografía: George E. Diskant; Montaje: Robert Swink; Dirección artística: Albert S. D´Agostino y Jack Okey; Producción: Stanley Rubin, para RKO-Radio Pictures (EE.UU.).
Intérpretes: Charles McGraw (Detective Brown); Marie Wilson (Frankie Neall); Jacqueline White (Ann Sinclair); Queenie Leonard (Sra. Troll); David Clarke (Kemp); Peter Virgo (Densel); Don Beddoe (Detective Forbes); Paul Maxey (Sam Jennings); Harry Harvey, Gordon Gebert, Peter Brocco, Don Haggerty.
Sinopsis: Dos policías de Los Ángeles viajan a Chicago para proteger a una mujer, viuda de un gángster, que debe testificar ante un Gran Jurado.
Cineasta a reivindicar, por mucho que su obra incluya algunas películas de escaso nivel, Richard Fleischer dirigió, entre la segunda mitad de la década de los 40 y la primera de los 50, un puñado de sólidas producciones de cine negro, enmarcadas en la serie B, de entre las que Testigo accidental es, cronológicamente, una de las postreras y, a la vez, de las más redondas. Sin tratarse de un éxito mayúsculo, estamos ante una obra de prestigio que ha perdurada en el tiempo gracias al rigor de sus esquemas narrativos y a su forma de condensar los elementos esenciales del cine negro clásico.
Gran parte de Testigo accidental transcurre en un marco tan cinematográfico como es un ferrocarril, lo que además de proporcionar movimiento ayuda a disimular la perceptible austeridad presupuestaria del producto. En la secuencia inicial, dos agentes de la ley con destino en Los Ángeles llegan a Chicago para hacerse cargo de la custodia de la viuda de un gángster, poseedora de unos documentos muy comprometedores para la organización para la que trabajaba su marido, lo que la convierte en objetivo prioritario para los pistoleros a sueldo del sindicato del crimen. Antes de llegar al piso en el que se encuentra escondida la mujer, ambos hombres, que además de compañeros son amigos, tienen tiempo de hablar sobre la vida, sin saber que será la última vez que lo hagan, porque cuando abandonan el lugar junto a la esquiva y caprichosa mujer a la que deben proteger, son abordados por un sicario de la Mafia y sus disparos acaban con la vida del más veterano de los policías. De inmediato, el superviviente y la testigo marchan hacia la estación de tren, donde deben coger el ferrocarril que les llevará hasta California. Dado que los criminales, que obviamente han enviado una delegación al recinto ferroviario, no conocen a la mujer, ambos acceden con facilidad al tren entrando en él por separado pero, lógicamente, sus perseguidores harán lo posible para que la mujer no llegue viva a Los Ángeles.
La película es un ejemplo de concisión narrativa, por todo lo que explica en menos de hora y cuarto de metraje, y por cómo lo hace. La propia estrechez del espacio en el que discurre la acción prácticamente impone una abundancia de planos cortos, que el director agiliza gracias a un montaje seco y a un muy notable sentido del ritmo. Más pausada en sus compases iniciales, desde que se anuncia el tiroteo que marca propiamente el eje narrativo de la película todo va mucho más rápido, sin que en ningún momento resulte atropellado. La comprensión de la trama es en todo momento sencilla, lo que ensalza el sorprendente giro que marca el tercio final. El centro de atención se sitúa en todo momento en el detective Brown, un curtido servidor de la ley que se debate entre el dolor que siente por la pérdida de su compañero, la obligación de proteger a la testigo frente a aquellos que también amenazan su propia vida, y el desprecio que le inspira esa mujer frívola. Por si esto fuera poco, el policía aún tiene tiempo de tener algún momento de charla distendida con una pasajera, que ironiza con las perpetuas prisas de Brown, y con su hijo pequeño, que piensa que ese hombre armado es un ladrón de trenes. Dos son, a mi juicio, las carencias principales de la película: que los malvados deberían tener algo más de enjundia, y que el barato recurso de utilizar música de archivo no hace justicia a una obra que merecía una partitura vibrante. Dicho esto, al margen del gran partido que se extrae de las posibilidades del tren como escenario (incluso hay margen para quitarle solemnidad al asunto gracias a la presencia de un personaje obeso, cuyo deambular por los estrechos pasillos hace imposible el paso de otras personas), tenemos muchos de los aspectos básicos del cine negro: el policía duro y entregado a su oficio (véase cómo reacciona a la propuesta de soborno que le hacen los mafiosos), la femme fatale carente de sentimientos, los criminales sin escrúpulos, el blanco y negro, las gabardinas, los cigarrillos, el ingenio de unos diálogos que con frecuencia se encarrilan hacia lo sarcástico, las pistolas, la confusión de identidades y la manera de exponerlo todo, cruda y sin ornamentos.
Charles McGraw intervino en películas y series de distintos géneros, pero es fácil asociar su rostro al que seguramente más le cuadraba de todos ellos, el cine negro. Su rostro de tipo duro, habitual en esa primera etapa de Fleischer como director, y sus maneras enérgicas le convertían en alguien idóneo para dar vida a personajes como el detective Brown, un hombre de una sola pieza. Marie Windsor, que ya había lucido en algún otro pequeño gran clásico del género, se luce en un papel quizá tópico, pero útil para que las actrices pudieran sacar unas cualidades interpretativas que sin duda ella, aquí de lo mejorcito del reparto, poseía. Jacqueline White, que salió brevemente de su prematuro retiro para intervenir en esta película, exhibe un buen nivel, como un Paul Maxey cuya solvencia es indiscutible. No es que David Clarke y Peter Virgo, que ponen rostro al crimen organizado en la película, hagan malas interpretaciones, en especial el primero de ellos, pero se echa en falta a algún actor más carismático para dar vida a esa clase de personajes.
Testigo accidental, que hace unas décadas fue objeto de un remake que, para variar, no es desdeñable, es cine negro puro, un pequeño clásico del género y, por ello, una pieza a recuperar cuyas cualidades van mucho más allá de su modesta apariencia.