EL AMOR BRUJO. 1986. 98´. Color.
Dirección: Carlos Saura; Guión: Carlos Saura y Antonio Gades, basado en el libreto de María Lejárraga (firmado como Gregorio Martínez Sierra); Dirección de fotografía: Teo Escamilla; Montaje: Pedro Del Rey; Música: Manuel de Falla. Incluye canciones de Pepe de Lucía, Lole y Manuel y Azúcar Moreno; Diseño de producción: Gerardo Vera; Producción: Emiliano Piedra, para Emiliano Piedra Producciones Cinematográficas (España).
Intérpretes: Antonio Gades (Carmelo); Cristina Hoyos (Candela); Laura del Sol (Lucía); Juan Antonio Jiménez (José); Emma Penella (Tía Rosario); La Polaca (Pastora); Gómez de Jerez (El Lobo); Enrique Ortega, Diego Pantoja, Giovana, Mari Campano, Candy Román, Enrique Pantoja, Manolo Sevilla, Antonio Solera, Juan Manuel Roldán, José Luis Luna Tauro, María Pagés.
Sinopsis: Siendo aún unos niños, los padres de José y Candela pactan su matrimonio. Con los años, la boda se celebra, pero José tiene como amante a Lucía, mientras que Carmelo está enamorado de Candela.
Con El amor brujo, Carlos Saura y Antonio Gades pusieron el broche a una trilogía flamenca que contribuyó sobremanera a reivindicar y difundir un género especialmente menospreciado en una época en la que España, empeñada en parecer moderna a toda costa, se esforzaba en ignorar todo aquello que remitiera a sus tópicos, sin distinguir entre la caspa y el arte. De esto último hay mucho en un trabajo que supuso la segunda incursión de Gades en el universo de Manuel de Falla, tras la película que protagonizó dos décadas atrás a las órdenes de Francisco Rovira Beleta. Los niveles de calidad artística siguieron muy altos en esta producción que se llevó dos merecidos premios Goya a la fotografía y al diseño de vestuario, aunque a nivel narrativo nos hallamos ante el eslabón menos brillante de la trilogía.
Que Manuel de Falla y El amor brujo suponen uno de los hitos de la música española es algo que, a pesar de los prejuicios y sectarismos tan en boga en estos lares, pocos discuten. En la historia hay pasión, drama, fiesta y raíz, que son elementos clave en el flamenco. Saura y Gades la trasladan a un poblado chabolista situado a las afueras de una gran ciudad. Allí, los padres de Candela y José, dos niños que juegan despreocupados por los alrededores, acuerdan que ambos contraerán matrimonio entre sí cuando su edad lo permita. Otro niño, Carmelo, contempla entre incrédulo y apesadumbrado el apretón de manos de los adultos. El paso del tiempo no modifica lo establecido, y Candela y José se convierten en marido y mujer. El niño que fue testigo mudo del compromiso sigue enamorado de Candela, que sólo tiene ojos para un José que la engaña con otras mujeres, como la atractiva Lucía. Después de una reyerta, José es asesinado y Carmelo pasa varios años en prisión. Al regresar al poblado, comprueba que Candela es una viuda desconsolada que cada noche baila en la oscuridad con el fantasma de su esposo fallecido.
Como en las obras anteriores, lo que aportan Saura y Gades a una historia que cualquiera con un mínimo bagaje cultural conoce bien es una propuesta estética de alto nivel y un profundo respeto por el flamenco. Pese a ubicar el relato en el entorno menos poético posible, todo tiene un aire de irreal, de ensoñación y de fantasía que cuadra bien con el espíritu de la obra de Falla y María Lejárraga (aunque firmada con el nombre de su marido, Gregorio Martínez Sierra). Saura se esfuerza en subrayar cuanto de fantástico hay en el relato (ahí está la presencia de la tía Rosario, que es el punto de unión con lo esotérico) de una pasión que va más allá de la muerte, pese a contener dentro de sí todas las trampas del amor romántico. El protagonismo se centra en Candela, la mujer que, si en vida de su esposo permaneció, ya fuese de manera accidental o voluntaria, ciega frente a sus traiciones, en la hora de la muerte acude puntual cada madrugada a danzar con su espíritu o, lo que es lo mismo, con su propia pena. El regreso de Carmelo pone sobre la mesa la posibilidad de redención para ambos a través del amor, y mientras la historia se centra en ellos el conjunto sólo puede calificarse de brillante. Sin embargo, es en las digresiones, centradas en el personaje de Lucía, donde la intensidad de la obra es menor. No creo que, por ejemplo, la escena en la que aparece el dúo Azúcar Moreno, circunstancia que me parece una concesión al espíritu ochentero que ha envejecido mucho peor que lo jondo, aporte demasiado al relato. Como poco, es demasiado larga, cuando la sensualidad de Lucía y el abanico de pasiones en el que se mueven los personajes ya era evidente desde mucho antes. El clímax sí es de altos vuelos, y ahí se funden de maravilla la música de Falla (muchas veces con la voz de Rocío Jurado, en el que fue uno de sus mejores trabajos), la pasión y el arte en movimiento de los personajes, con la atmósfera irreal que rompe en parte con el habitual naturalismo de Teo Escamilla y anuncia la estética que Saura hará célebre en sus posteriores incursiones en el arte gitano-andaluz. Las otras piezas musicales que se añaden, que son Tu mirá, de Lole y Manuel, y Como el agua, una de las canciones que más ayudó a cimentar el mito de Camarón de la Isla, sí poseen la calidad y la jondura suficientes para encajar en una obra sobresaliente en lo estético, con una escenografía que trasciende lo tópico, un vestuario elegante y notables dosis de virtuosismo en un Saura que se mueve bien en las escenas colectivas, pero reluce cuando enfoca los rostros, llenos de ese arrebato contenido tan flamenco, de los protagonistas.
En El amor brujo, Cristina Hoyos no sólo recupera el protagonismo perdido en Carmen, sino que se erige en la gran estrella de la película por lo expresivo de sus movimientos, su destreza en el baile y su capacidad para transmitir sensaciones desde un rostro hierático, característica que forma parte también de las grandes virtudes de un Antonio Gades siempre circunspecto, que enfoca su personaje desde una visceralidad más contenida que en su anterior representación del mismo. Laura del Sol tiene aquí mucho menos protagonismo que en la obra precedente, y el peso específico de su personaje no es excesivo hasta la parte final, en la que el desempeño de la actriz barcelonesa está a la altura de lo exigible. Juan Antonio Jiménez aporta su calidad como bailaor, que es mucha, y Emma Penella, la figura menos relacionada con el flamenco de cuantas aparecen en escena, se luce en un papel de mitad matriarca, mitad bruja. Junto a Gades, también La Polaca repite desde los tiempos de Rovira Beleta, aunque esta vez en un rol secundario.
Notable película, que supone un logrado cierre a una trilogía consagrada a un arte más visto que dignificado en el cine. Después de Edgar Neville, pocos como Carlos Saura han mostrado en la gran pantalla la verdadera esencia de lo que es el flamenco, con obras de gran rigor artístico y al alcance de entendidos e ignorantes en la materia.