Alguna década después he vuelto a Sevilla, la ciudad de mis ancestros. Esta vez fue en compañía de mis amigos Eva y Sergio, que habían visitado la capital de Andalucía en épocas más recientes que quien esto escribe. La idea era conocer a Marcos, el hijo con el que otro amigo, Óscar, que reside en la localidad, perpetuó su familia durante la pandemia. Nos recibió Sevilla con una temperatura más propia de julio, pero hubo tiempo de alternar con Óscar y su gente, de visitar lugares donde perderse como los Reales Alcázares o la Plaza de España, uno de mis refugios sevillanos favoritos, de terracear por Triana o la Catedral, de saborear los mejores platos de jamón, pavías, cazón en adobo, salmorejo, molletes de pringá o ensaladilla en lugares como el Salas, donde todo fue perfecto, o el Barbiano, de acudir a recopilar cultura e historia de la ciudad en la librería Los Terceros y, sobre todo, de honrar a los que no están, tarea pendiente desde hace tiempo que sólo podía hacerse como es debido a orillas del Guadalquivir. El centro es Guirilandia, y cuando el calor aprieta es mejor buscar refugio climatizado, pero Sevilla sigue teniendo ese encanto que recordaba, y que la hace única. Volver allí es volver a ser niño, a recordar las canciones de siempre, a pisar antiguas calles y recuperar esencias que nadie debe perder. Sevilla no es una ciudad cualquiera, y para mí, mucho menos. Qué bueno que volví.