No hay un flamenco, sino muchos. Esto, que algunos tenemos claro desde hace lustros, ha quedado diáfano una vez más este fin de semana en Barcelona, gracias a la excelente programación del festival Desvarío. Sin duda, la gente de Eldorado, con Pedro Barragán a la cabeza, sabe muy bien lo que tiene entre manos. Anoche, el certamen tuvo un brillante colofón con las actuaciones de la barcelonesa, ahora residente en el Sur, Alba Carmona, y el coreógrafo sevillano Andrés Marín. La vocalista ofreció, con la única pero inmejorable compañía de su pareja artística y sentimental, el magnífico guitarrista gaditano Jesús Guerrero, un concierto basado en el cancionero sudamericano que ella tan bien domina. Atrás quedan sus importantes colaboraciones y la etapa en la que formó parte de Las Migas: hoy, Alba busca y encuentra su propia voz más allá del Atlántico, tanto en las composiciones propias como en las piezas que versiona, entre las que también se incluye La plaça del Diamant. Ayer, sonaron clásicos del continente como Alfonsina y el mar, pero donde más brilló Alba Carmona fue en el bloque del concierto dedicado a los cantes de ida y vuelta, en especial en la petenera. El concierto tuvo un aire muy familiar, pues no en vano los parientes cercanos de la artista residen en Nou Barris, aunque a mi entender sobró el detalle de subir a uno de los hijos de la pareja al escenario. Al final, Alba se despidió por Chavela y por Sabina, que no es mala forma de despedirse, y se llevó unos merecidos aplausos en un concierto que sin duda era especial para ella.
Lo de Andrés Marín… es otra cosa. Uno, pueden creerlo, está en una edad en la que es complicado que algo le sorprenda, sobre todo para bien. Eso fue lo que sucedió en el último espectáculo del festival. En una hora y cuarto, Jardín impuro me llevó a muchos sitios queridos, ya desde el comienzo, protagonizado por un cantaor, José Valencia, a quien conozco desde hace poco, y que creo que está entre los mejores del flamenco de hoy. Después, las percusiones y la guitarra eléctrica de Raúl Cantizano me remitieron a Omega, uno de mis grandes amores musicales, cuyo espíritu sobrevuela todo el espectáculo. Flamenco hasta la médula y heterodoxo porque puede, Andrés Marín borda el zapateado, tiene autoridad en el escenario y su manera de enfrentarse a las tablas, y al público, es a la vez respetuosa y desafiante. Ni siquiera un incidente de carácter médico acaecido en mitad del espectáculo deslució un conjunto en el que, además de la calidad del bailaor, me impresionó el sobresaliente nivel de la música, con Salvador Gutiérrez brillando en la farruca, Cantizano demostrando que, además de producir sonidos etéreos y salvajes con la guitarra eléctrica también sabe ser virtuoso con la zanfoña, Daniel Suárez marcando unos ritmos que, si uno cerraba los ojos, creía estar ante Erik Jiménez, y José Valencia cantando los distintos palos con una jerarquía formidable. Andrés Marín, por cuyo estudio pasé casualmente en mi visita al barrio de la Macarena, tiene razón: los jardines puros están muy bien, pero acaban aburriendo. Por ello, el poder de atracción de los impuros es tan fuerte. El suyo, que lleva puliendo más de un lustro, tiene la forma de una propuesta radical, contundente y llena de arte, con lo que no pudo tener mejor conclusión el festival Desvarío. Por aquello de cerrar el círculo, vuelvo a una verdad casi absoluta dicha por José Manuel Gamboa en su conferencia del viernes: hoy, todos los cantaores siguen a Morente, ya sea en su faceta ortodoxa, en la transgresora, o en ambas. Ninguno de ellos, creo, ha ido más allá del maestro: los mejores, han conseguido acercársele. En Jardín impuro he encontrado, por medio de una música sensacional y de unas coreografías de alto nivel (también hubo espacio para alguna modernez arbitraria, pero me dio igual), mucho de esa mezcla de tradición y transgresión que engrandece a Morente. y eso es mucho decir. En fin, viniendo de la Macarena nada podía ir mal.
Una muestra de lo nuevo de Alba Carmona:
El inicio de Jardín impuro, en sus orígenes: